No hablo de la estupenda serie de televisión del mismo título, sino de las historias reales que cada día nos llegan en las noticias sobre Estados Unidos. La última de ellas ha sido la de unos amables padres de familia, David y Louise Turpin, que tenían a sus trece hijos encerrados, algunos de ellos encadenados, y todos menos la más pequeña de dos años (por razones que aún se desconocen) en un terrible estado de malnutrición y con un horrible historial de maltratos, según su testimonio ante los policías que los liberaron.

Por esta y otras historia, cada vez entiendo más lo de la diferenciación de las especies debido a la deriva de los continentes. La separación física, por razones naturales o artificiales, provoca que grupos de una misma especie vayan evolucionando por su cuenta hasta convertirse en especies completamente diferentes. No digo yo que eso vaya a pasar pronto entre los norteamericanos y el resto de los europeos que colonizaron aquellas tierras, en sucesivas oleadas, pero que existen grados notables y en algunos casos preocupantes de diferenciación, no existe ya la más mínima duda.

Analicemos por lo pronto la historia de la familia Turpin. Si en cualquier país europeo un niño falta a clase, lo primero que hacen las autoridades de su colegio es llamar a los padres e interesarse por el motivo de la ausencia. En Estados Unidos, dos millones de niños se educan en casa legalmente. Los seis niños Turpin en edad escolar no tenían que hacer exámenes en ningún lugar ni dar la cara en ninguna institución pública para supervisar su educación. Más allá de algún caso concreto de aislamiento geográfico o incapacidad física, la educación en casa es de momento ajena a nuestra legislación y a nuestra cultura. Y esperemos que siga siendo así durante muchos años ya que, salvo en casos muy concretos, la educación en casa suele estar motivada por una visión ideológica o religiosa profundamente sectaria que abomina de los valores mayoritarios.

Otra línea de divergencia en este nuevo 'homo norteamericanus' es la defensa de las armas de fuego, o más bien la estructura mental que permite que, incluso personas de pensamiento moderado o liberal, acepten y defiendan como parte de la norma la existencia de más de trescientos millones de armas de fuego en posesión del público. No nos engañemos. Incluso los que defienden un mayor control para su adquisición o ciertas restricciones en la venta de armas de guerra al público, en su mayoría defienden el derecho a poseer armas para la autodefensa. El que el número de muertos por armas de fuego en Estados Unidos multiplique las cifras de cualquier otro país desarrollado deja impertérritos a los legisladores y a gran parte del público norteamericano. Para evitar las masacre de decenas niños pequeños en una guardería, como la que tuvo lugar hace unos años en el pueblo de Sandy Hook, la propuesta de la Asociación Nacional del Rifle no fue otra que contratar guardias de seguridad armados hasta los dientes en todas las guarderías del país. Demencial.

Últimamente hemos conocido también las brutales cifras de muertes por sobredosis de opiáceos en Estados Unidos, algo así como 50.000 el año pasado, cuando en España no llegaron a una docena. También se supo que la persona que el presidente Trump había propuesto para encabezar la lucha contra esta auténtica epidemia que ha provocado algo tan insólito como que la esperanza de vida en Estados Unidos haya disminuido en los tres últimos años, no era otro que un antiguo lobista que trabajaba para facilitar la prescripción de opiáceos por parte de los médicos de atención primaria en beneficio de grandes compañías farmacéuticas, una mala práctica que parece estar detrás de estas terribles cifras de abuso de drogas. Afortunadamente esta lacra norteamericana aún no ha llegado a nuestras puertas, y esperemos que no llegue jamás.

Y esto por citar solo tres de los fenómenos más evidentes que van separando cada vez más la cultura americana de la europea, y que la promesa cada vez más efectiva de aislamiento que implica el eslogan America First del actual ocupante de la Casa Blanca no hará sino profundizar y ampliar. De hecho, esta clase de norteamericanos a los que el presidente Trump representa, ven Europa como un continente enfermo de socialismo igualitarista y pacifismo enclenque, habitada por unas sociedades incapaces tan siquiera de elevar su gasto militar para establecer una defensa eficaz de su territorio frente a las amenazas emergentes que vienen del Este.

La misma América que acudió en socorro de los pueblos libres de Europa en dos guerras mundiales y nos protegió de la expansión soviética en la Guerra Fría, probablemente nos miraría con desprecio y se retraería de toda intervención en otro hipotético conflicto. Y es en ese momento que descubriríamos hasta qué punto la deriva de los europeos en el continente americano ha producido una especie completamente diferente y definitivamente incompatible con la especie original.