Cuando, después del silencio impuesto al New York Times en los papeles del Pentágono, el Washington Post salió airoso de su batalla por la Primera Enmienda de la Constitución, en los oí- dos de Benjamin C. Bradlee, su director, retumbaron las palabras de Katharine Graham. «De acuerdo€ adelante, publiquémoslo». Durante mucho tiempo le sonaron a música celestial y no tardarían en llegar los días en que las rotativas volverían a interpretar su sinfonía de la libertad de expresión con las revelaciones del Watergate. El veterano periodista se dio cuenta entonces de lo mucho que había cambiado el carácter del periódico, y de cómo ese cambio cristalizaba en jefes y redactores: el Post destilaba independencia, determinación y confianza. «Nos habíamos convertido en un periódico que se mantenía firme ante las acusaciones del presidente, del Supremo y del fiscal general. Un periódico que mantenía la cabeza alta, entregándose inquebrantablemente a sus principios», escribió Bradlee en sus memorias. Katharine Graham, inteligente y distinguida ama de casa, fue la persona que cambió el Post y lo convirtió en un periódico moderno después de años de ser el segundo en Washington tras el Star. Su historia es la de una mujer con dos vidas obligada a hacerse cargo del negocio familiar y a convertirse en una de las damas más poderosas de su tiempo en un mundo capitalizado por los hombres. Supo sobreponerse a sus limitaciones para transformar el periodismo en EE UU, un camino complicado para una señora que en sus tiempos de estudiante en Vassar tuvo que reconocer que no sabía cómo lavar un suéter porque en casa siempre lo había hecho un sirviente.

Sus memorias, Una historia personal, que volvieron a ver la luz hace un año gracias a Libros del K.O. y que ahora recobran actualidad debido a la película de Spielberg Los archivos del Pentágono, son la plasmación genuina del método. En ellas escribe con detalle sobre su familia y su trágico matrimonio, pero también sobre el oficio periodístico. En 1963, Graham, una viuda todavía en duelo, asumió como editora el Washington Post. Su esposo, Phil, se había pegado un tiro en su finca de campo de Glen Welby (Virginia). Derrotado en una larga batalla contra la depresión maníaca, la dejó sola. La viuda avanzó a ciegas y sin pensarlo en una vida nueva y desconocida hasta convertirse en la dura directora ejecutiva que sin parpadear desafió al presidente de los EE UU. Terminó como presidenta de la compañía Washington Post Media, que incluía periódicos, revistas y canales de televisión. Pero sobre todo condujo al Post desde la oscuridad al renombre mundial en una era vibrante del periodismo.

La primera mitad de su historia se centra en la vida con Phil, la segunda en tres sucesos fundamentales: la publicación de los papeles del Pentágono, el escándalo Watergate y la prolongada huelga de prensa de 1975. Ella atribuye gran parte del éxito del Post al director Bradlee, con quien atravesó los peores y los mejores momentos. Su narrativa es a veces desigual, y los nombres de sus hogares salpican cada página, entrelazados con la vida de sus cuatro hijos, uno de los cuales, Donald, acabó al frente de la compañía hasta que el negocio familiar pasó a otras manos. Graham suena a franqueza, pero no resulta chismosa, es autocrítica pero no se siente falsamente modesta.

Su historia personal es un ejemplo de coraje, serenidad e ingenio.