El factor humano es fundamental. En la vida, en general. En la vida política, también. Pero la vida política tiene una variable: hay un compromiso superior con el conjunto de la ciudadanía. Esto significa que un equipo de Gobierno no puede ser una reunión de amigos. Es un grupo de personas constituido por la afinidad política, la confianza mutua y la convicción de quien lo ha conformado en que entre todos reúnen las capacidades exigibles. Circunstancialmente, a veces, entre algunos de sus integrantes, se da también el valor de la amistad. Pero la amistad pertenece al ámbito de lo particular, no de lo público. A usted y a mí nos da igual que sean amigos; nos basta con que sean eficientes y honestos.

En consecuencia, cuando quien dirige un Gobierno debe tomar una decisión incómoda en relación a un miembro de su equipo que, además, es un amigo, por haber protagonizado éste una actuación impropia, no debiera hacernos llorar a los demás por asistir al espectáculo de su dolor al tener que destituirlo. Pobre Ballesta, obligado a dejar marchar a su íntimo Roque, compañero en tantas batallas. Saquemos los pañuelos y humedezcámoslos con nuestras lágrimas ante tamaño sacrificio. Pero no los guardemos todavía: sigamos llorando a lágrima viva tras leer el testamento de Roque, en el que resume que se marcha para no perjudicar a su AMIGO, palabra que escribe en mayúsculas, lo que en la jerga internetera significa gritar. Como en un culebrón venezolano, con perdón por lo de venezolano.

Se trata de superponer el espectáculo del sacrificio de la amistad sobre la grosera anécdota original: el concejal saliente alentó a los propios, sin rubor alguno y como encomienda, validada por la presencia, a su vera, del alcalde y amigo, a que cobraran en votos para el PP los favores de este partido, consistentes en enchufes en las concesionarias y en contratos sin control. No un error, sino un horror. Si este episodio hubiera sido protagonizado por otro concejal, Ballesta lo habría destituido a los cuatro minutos, no a los cuatro días. Pero Roque era mucho Roque. Un amigo. Por eso lo justificó una y otra vez. Llegó a decir que él mismo era la garantía de que lo que Roque anunció no se haría, aunque dejó que lo creyeran los pedáneos a los que éste se dirigió en su presencia, pues no matizó ante ellos las palabras del concejal. Ballesta como policía ciudadano que controlaría los instintos clientelares de su amigo Roque. Vale, barco como animal marítimo.

Estamos todos muy enternecidos con esta historia de lealtades mutuas y de amistad entrañable. Lo que ocurre es que no nos hace falta un alcalde amigo de sus amigos, sino un alcalde que controle los desmanes de sus amigos y al que no haya que decirle lo que tiene que hacer en ciertos casos porque él mismo deba saberlo, y más cuando al final debe hacerlo sin remedio. O que, al menos, permita tener a su alrededor a personas que le digan en los momentos clave «tú eres mortal» en vez de a torquemadas de mediamelenita y asesores mediáticos con el morro puesto.

La última vez que hablé con Ballesta, no hace mucho, le conté una anécdota bien conocida: en tiempos de Franco, cuando alguno de sus ministros o gobernadores dictaba una medida que resultaba impopular, los más adeptos al Régimen se preguntaban: Pero, ¿esto lo sabe el Caudillo? Salvando las obvias distancias, también me he preguntado a veces si determinadas actitudes de la guardia de corps de Ballesta eran conocidas por él. Porque no habría algo más frustrante que un político que va de pureta, pero quiere aparecer desentendido de las prácticas infumables que miembros de su equipo y personal de su confianza hacen arbitrariamente en su favor.

El lema electoral de Ballesta era ‘Pasión por Murcia’, y ha resultado ‘Pasión por Roque’. Pero un líder, si lo es, siempre tiene la oportunidad de escuchar lo que no quiere oír y de recuperarse.