Mi madre nunca me dio el pecho, nunca me cogió entre sus brazos y nunca quiso compartir habitación conmigo. Mi madre no me puso nombre y nadie lo hizo por ella. En casa se referían a mí como ´el crío´ o ´el nene´, pero en el pueblo me conocían como ´Marianín´. Mi madre nunca me quiso y no la culpo. Para ella fui, soy y seré el recuerdo de una vergüenza, de una pesadilla, de un infierno.

Desde pequeña pasaba por la puerta del bar para ir al colegio de la mano de mi abuela. Hay fotos que retratan esa época, encima del televisor y en el aparador de la entrada. Sus largas trenzas, sus ojos negros, las pestañas tan espesas que parecen amotinadas, las piernas rectas, firmes, muy largas para su edad, la falda corta, las calcetas altas y la mirada ingenua de quien aún desconoce lo que la vida le tiene reservado.

Era sabido por todos que a don Mariano le gustaban las niñas jovencitas, ninguna de las camareras que solía tener superaba la mayoría de edad. Se paraba en la puerta del bar y a las niñas que iban a la escuela les ofrecía un duro a cambio de enseñarle las bragas. Mi abuela le advertía a mi madre que, si algún día ella no la podía acompañar al colegio por lo que fuera, que echase por otra calle aunque tuviese que dar un rodeo, aunque le costase llegar tarde a clase.

Pero llegaron los tiempos difíciles. Murió mi abuelo, dejando una pensión irrisoria. Mi abuela siempre se había dedicado al cuidado de la casa, de mi abuelo y de mi madre, pero también había tenido muy buena mano para la costura y comenzó a ganarse un poco la vida cosiendo cuando la necesidad apremió al fallecer él, pero esto no fue suficiente y cuando mi madre contaba con apenas trece años, don Mariano, el del bar, sabiendo de su necesidad, le propuso a mi abuela que la niña fuese a echarle una mano, relamiéndose impaciente a la espera de podérselas echar él. Así que mi madre empezó a ayudar en el bar a don Mariano a la salida de la escuela, desde entonces desapareció para siempre la niña risueña que fue.

Cuando llegaba a casa cansada, más que de trabajar de todo lo demás, arrastraba la mirada perdida, esa mirada que se te queda cuando ya no eres capaz ni de llorar, esa mirada que yo buscaba sin recompensa una y otra vez.

Al principio, le contaba a mi abuela cómo don Mariano se restregaba con ella en la barra amparado en la estrechez del espacio tras el mostrador o cómo le hacía subirse a una silla, que él sujetaba salivando y sin quitarle la mirada del culo, para alcanzar cualquier cosa que bien podría haber agarrado él simplemente alargando el brazo.

Mi abuela callaba o le decía que eran cosas suyas, así que mi madre terminó callando también sus cosas.

Los días pasaban y el apetito de don Mariano se disparaba, las miradas le sabían a poco y empezó a manosear a su presa y a pegarse el banquete más tarde en la trastienda, aprovechando las horas de menor afluencia de clientes.

Ahí murió la niña, ahí murió la mujer, mucho antes de certificar su muerte.

Mi madre quedó embarazada al año de trabajar para don Mariano. Cuando se le empezó a notar la barriga, la echó, como quien se come una magdalena y desecha el envoltorio con desdén.

Mi madre se encerró en su habitación y en sí misma para siempre. Yo representaba todo lo que deseaba que no hubiese pasado y, por desgracia, yo era y soy el vivo retrato de don Mariano. Es por esto que todos me llaman así, Marianín.

Tengo quince años ya. Soy corpulento y fuerte como él y triste y frágil, como mi madre. Tengo los mismos ojos de fuego que don Mariano y la mirada muerta de mi madre.

Murió mi abuela. Ni mi madre ni yo lloramos. Nuestras miradas tampoco se cruzaron en el funeral, ni nuestras manos, nada. La iglesia estaba llena, unos acudían movidos por el cariño y otros por la curiosidad de vernos juntos a mi madre y a mí en la misa. Juntos acompañamos al coche fúnebre en su camino al cementerio, juntos pero separados por kilómetros de distancia y desapego. El coche fúnebre pasó por la puerta del bar. Don Mariano esperaba arrogante nuestro paso. Al llegar a su altura, saludó a mi madre llevando su mano a la frente con aire militar. Una lágrima, a la espera durante años, se dejó caer por la mejilla de mi madre y, al hacerlo, desató una ira por mí desconocida. La empujé sin querer al cruzarme para llegar hasta don Mariano. Los acompañantes del cortejo enmudecieron tras el revuelo inicial.

Don Mariano se refugió cobarde en la trastienda y yo fui tras él. Nadie movió un músculo. Reinaba la pasividad absoluta, una pasividad idéntica a la de mi abuela y a la de todo un pueblo que callaba y consentía aquello que sabía que pasaba durante años de puertas para dentro en aquel bar.

Noté su mirada perpleja al verme de cerca. Posiblemente reconoció en mí al joven que en su día fue. Me abalancé sobre él, forcejeamos y lo arrojé al suelo golpeándolo sin control. Éramos dos animales cubriéndolo todo de rojo. Y no paré hasta que dejó de moverse, hasta que dejó de respirar.

En la calle, mientras tanto, el pueblo seguía guardando silencio.