Si ustedes pueden leer hoy este artículo, firmado por un colectivo de mujeres en un diario, es gracias a la lucha de otras mujeres que nos precedieron.

El feminismo es una lucha con una larga tradición histórica cuyas bases teóricas, siguiendo a Amelia Valcárcel, se remontan a la Ilustración y a su concepto de igualdad. Se trata de un movimiento dinámico que ha experimentado una serie de cambios a lo largo de su trayectoria. Simplificando mucho, en aquella primera ola de feminismo ilustrado podemos incluir a Olimpia de Gouges o Mary Wollstonecraft, que fijaron las bases teóricas de la igualdad entre hombres y mujeres.

La segunda ola comenzó con la lucha sufragista por el derecho a voto en EE UU e Inglaterra, y se extiende hasta la publicación de El segundo sexo de Simone de Beauvoir en 1949, que desvincula lo femenino de lo natural, y que dio paso a una tercera ola marcada por la revolución sexual, el derecho al aborto y el inicio de una pluralidad de 'feminismos' que no ha hecho sino crecer, dando lugar a lo que Kira Cochrane ha llamado cuarta ola. Producida por la aparición de Internet y la enorme capacidad de difusión de los mensajes feministas, el actual es un feminismo de guerrillas, con multitud de grupos independientes; de vocación internacionalista, no teórico sino activista y espontáneo, centrado en la lucha contra el abuso sexual y la violencia de género.

En definitiva, y desde sus comienzos, el feminismo, tanto teórico como militante, ha tratado de desmontar el patriarcado en todas sus manifestaciones, que son radicales (están en la raíz misma de nuestra cultura) y se inscriben en nuestros cuerpos y en nuestro inconsciente. Sus conquistas son manifiestas, así como lo son también las reacciones misóginas que sus constantes logros generan en los grupos más reaccionarios de nuestras sociedades. Reacciones a las que asistimos cada vez que la cultura feminista triunfa sobre el imaginario patriarcal.

El feminismo, la lucha por la igualdad entre las personas que defendemos, tiene en mente una sociedad igualitaria basada en el reconocimiento de la vulnerabilidad antropológica y social del ser humano, vulnerabilidad negada por el neocapitalismo financiero que pretende para sus fines individuos aislados e insolidarios. Recuperar la dignidad e inviolabilidad de la vida humana que está en el origen de la ética y de las leyes, es uno de sus objetivos centrales. Nuestro feminismo pretende devolver al centro del debate político y social el concepto de dignidad de la persona (hombres, mujeres, trans, cualquiera de las opciones de identidad que las personas adopten), que está siendo dinamitada por el neoliberalismo. Es desde el reconocimiento de la vulnerabilidad y la dignidad del ser humano desde donde insistimos en la necesidad de que nuestras sociedades se hagan cargo de una ética de cuidados, compasiva con el sufrimiento de los más débiles y desamparados, sea cual sea su nacionalidad, su identidad sexual o su procedencia.

Para que la lucha por la igualdad sea efectiva, el feminismo en el que creemos ha de problematizar el concepto de identidad de género y, junto a él, el modelo de masculinidad patriarcal imperante. Ha de interrogarlo y transformarlo, junto a los hombres que luchan contra el patriarcado, en una afirmación constante de la interdependencia mutua entre los seres humanos. Descartar el binarismo de género y ampliar el reconocimiento de las distintas identidades sexuales o de las personas en transición es una consecuencia de esta posición ética y política.

El feminismo en el que creemos ha de revisar y deconstruir el mito del amor romántico y del amor maternal, dando voz a la experiencia ambivalente de las mujeres-madres, y representando esa experiencia propia en la cultura (literatura, cine, artes plásticas, medios audiovisuales?), apropiándonos así de un discurso (autodesignación) del que hemos sido tradicionalmente expropiadas. Allí donde nuestro silencio se instala, el discurso patriarcal habla por nosotras.

Y todo esto, pensamos, ha de hacerse esquivando el modelo confrontativo que aprendimos con el patriarcado y que está inscrito en nuestro pensamiento de forma rizomática, dispersa, a menudo irreconocible; un modelo excluyente de 'o conmigo o contra mí', disyuntivo, para transformarlo en un modelo epistemológio y político sobreinclusivo, conjuntivo, que permita profundizar en los matices de los conflictos teóricos y en la complejidad de las decisiones prácticas para avanzar en respuestas no totalitarias que impulsen el reconocimiento mutuo y no la exclusión, validando así la multiplicidad de feminismos y de experiencias de ser mujer que no pueden ni deben ser sintetizadas en un Uno totalitario, al modo en que nos acostumbró a pensar la tradición logocéntrica y patriarcal.

La violencia verbal o teórica no es amiga de la sobreinclusión, sino que escinde y simplifica, es disociativa, reproduce el modelo de masculinidad patriarcal que denunciamos, y que parece ser el único referente a la hora de confrontarnos. Hemos de inventar, pues, vías de debate donde impere la reflexividad, el respeto por la diversidad teórica y la confluencia.

Como es fácil observar, se trata de un ideal revolucionario que pretende la transformación de la sociedad en su conjunto, basada en la recuperación del concepto clásico de la vulnerabilidad del ser humano, y del más moderno de la vulnerabilidad del planeta que nos sostiene.

Un ideal cuya conquista habría de reunir en sus filas a todas las personas que lo compartan, independientemente de su identidad sexual. Un combate que exige, también, un profundo y constante cuestionamiento sobre nuestra propia vida, para identificar y combatir, tanto en el exterior como en el interior de nosotros mismos, los sibilinos restos con que el patriarcado nos ha marcado y aún nos marca.