El respeto a las tradiciones tiene su aquel. Envueltas de ese halo entrañable que nos remite a las raíces, que nos religa al mundo de nuestros abuelos.

Sin embargo, si rebuscamos en las tradiciones más arraigadas de nuestra historia, es fácil hallar dudosas joyas. Pienso así en los Autos de Fe. Posiblemente desde el circo romano, no encontremos mayor espectáculo popular que estas entrañables ejecuciones en la plaza pública. Ardían supuestos herejes, maléficas brujas, falsos conversos, gentes sospechosamente judeizantes. Imaginen la fuerza de esas escenas. Arriba en el estrado, ejerciendo de maestros de ceremonias, el inquisidor mayor y los perros de Dios, domini canis, esos dominicos de negros hábitos.

Como testigos sedentes, las fuerzas vivas del momento: alcaldes mayores, justicias del concejo, el corregidor real. Y después, cuatro desgraciados ataviados de sambenitos de preceptivo amarillo y un humillante gorro cónico. Abajo en la plaza, una enfervorecida multitud que grita, insulta, jalea y arroja lo que pilla a los reos. Sumen la pira, los aullidos de dolor, ese por entonces familiar hedor a carne humana chamuscada por el fuego purificador. Pocos espectáculos competirían en atractivo popular: pura teatralidad, perfecta catarsis colectiva, hegemonía política a borbotones. Debía ser fantástico para el poder establecido. Y siempre que fruto de riadas, guerras o hambrunas, el patio se les alborotaba, quedaba el socorrido recurso de un bonito auto de fe en la plaza pública. Se apaciguaban los ánimos y cada cual volvía a lo suyo.

Podríamos seguir con una entrañable reliquia del derecho medieval, el ius primae noctis o derecho de pernada. Una tradición llena de afecto y sutil erotismo que exigían los señores de la Cataluña vieja a sus palleses y pallesas de remensa la noche de bodas.

Me temo, no obstante, que pocos sugerirían hoy la recuperación de tan ibéricas tradiciones. Y es que el argumento de la tradición igual no estira hoy para justificar el lanzamieno de cabras desde los campanarios o el lanceo de toros en la Vega.

¿Y qué hay de la tauromaquia? Tradición hispana donde las haya.

Mi generación, desde su más tierna infancia, asistió a espectáculos taurinos. Posiblemente nunca haya sido tan feliz como cuando en esa vieja plaza de Cartagena, repleta de niños, disfrutaba junto a mi abuelo del enano torero o de esas memorables corridas de rejoneadores con los hermanos Peralta y El Lipi. Y es que era subir por la calle del Ángel y se me disparaba la adrenalina. Cierto que me persiguió un tiempo la imagen de un hermoso caballo blanco reventado por una embestida. Aun así, no puedo afirmar que albergue trauma alguno por las infinitas tropelías que sufrían los toros. Como posiblemente tampoco habría lugar para muchos desajustes anímicos en los niños murcianos que en nuestro siglo de oro presenciaron aquellos impresionantes autos de fe en la plaza de santa Catalina o en san Bartolomé. Y es que los seres humanos hemos dado sobradas muestras a lo largo de la historia de capacidad para normalizar la crueldad. Al final resultará, como razonaba Hanna Arendt, un asunto trivial.

Lo que parece evidente es que la tauromaquia tiene sus días contados; por mucha tradición, mucho Picasso o mucho llanto por Ignacio Sánchez Mejías que le atribuyamos. Nos quedarán los grabados de Goya o los versos de Lorca. Pero dudo que a las cinco de la tarde la muerte ponga huevos en la herida muchos años más.

Habrá quien exija la prohibición de la llamada fiesta nacional. No será necesario. Basta con exigir que dejen de subvencionarse con dineros públicos unos espectáculos taurinos nada rentables y cada día más impopulares. Como brevas macocas, caerán solos.

Lo que sí empieza a escamar es ese tesón del Gobierno murciano en abanderar una causa perdida. Resulta casi quijotesco que una región con terribles carencias culturales destine un sustancioso pellizco de su magro presupuesto cultural a alargar la agonía de la fiesta nacional. Y tan es así que el presidente FER anunció hace unos meses la financiazión de un módulo de FP para toreros, banderilleros y picadores. Igual me equivoco y contamos con un presidente largo de Miras, todo un visionario que, previendo su desaparición en el resto del país, como ya ocurrió al pastel de carne, ve la fiesta nacional reconvertida en otro exclusivo endemismo cultural murciano. ¿Imaginan a FER en FITUR marcándose unas manoletinas? ¡La de turistas que íbamos a atraer!

Aunque debo ser pelín corto de Miras y estos dispendios taurinos se me antojan otra muestra de esa tradición de opereta local de tintes tragicómicos que solo en Murcia se sabe representar.