En el tiempo que me reste de vida no quiero perder ni un momento en el que deje espacio a la insensibilidad frente a las injusticias. Frente a la sinrazón. Frente a quienes se encargan de ejemplificar la peor faceta del ser humano que, a mi juicio, no es otra que la figura que representa el abusón, quien ejerce el poder del fuerte frente al débil, quien se cree superior y hace ostentación de ello. Por eso siempre me he rebelado contra las iniquidades, las ilegalidades, los desafueros. Todo lo que tiene que ver con el disfrute de una posición privilegiada para someter al otro. Con el engaño, la manipulación, la mentira.

Admiro siempre por eso a quien es capaz de encarnarse en las realidades más duras de la vida, quien decide mojarse por quienes no tienen voz, por los olvidados, los que callan, los sometidos. Las buenas personas que no se resignan con lo que hay. Las buenas personas de andar por casa, que no presumen de ello, ni condenan a quien sigue otro camino. Las buenas personas que se la juegan.

Esa rebeldía que considero innata es la que aún hoy bulle en el interior de mucha gente que no quiere inmunizarse ante la soberbia, la chulería, la prepotencia y el caciquismo que pueblan los comportamientos de nuestra sociedad. Soberbia, chulería, prepotencia y caciquismo que están arraigados desde las más íntimas relaciones humanas, como las encontramos en la pareja, en la que la mujer se lleva la peor parte, o en las familias, donde niños y ancianos son el eslabón débil de la cadena.

Las hallamos también en las relaciones laborales, donde el callar y asentir de manera mecánica parece ser la única solución para garantizar un salario de miseria. Por supuesto que también en los injustos intercambios económicos de una sociedad en la que el poder del más fuerte sigue siendo la ley que marca la actividad lucrativa. En una economía que ha conseguido hacernos creer, a través de la cultura y la educación, que es la única posible. No digamos nada de la política, contaminada por una corrupción que no deja ver los árboles del buen gobierno, de la ética en los comportamientos, del sentido de la responsabilidad y el servicio público para el bien común.

Nada de lo humano es ajeno a lo que sucede. De ahí que las medias tintas, como las medias verdades, causan a veces más dolor que los propios hechos en sí. Porque justifican comportamientos injustificables. Porque excusan acontecimientos que ya de por sí son reprobables. Porque afirmaciones como las de que «todos son iguales» o «no se puede hacer nada» han servido de pretextos para que los abusones sigan haciendo de las suyas. Ocupen una concejalía, la presidencia de un consejo de administración, una cátedra de universidad, el sillón principal del salón de una casa o un cargo electo o por designación.

Y no hablamos de colores políticos, sino de colores humanos, porque el mal uso del poder no entiende de siglas, puestos, equipos o clubes. El verdadero color es el de la rebeldía ante las injusticias, para el que cualquier pincel debe estar preparado a manchar. Ese bullir en las tripas es el que nos mantiene vivos, con esperanza y en actitud permanente de alerta.

Los caciques dejarán de serlo cuando los siervos se conviertan en amos de su destino.