Al teclado le da igual si escribes pausado o con prisas, si te detienes o lo aporreas, si borras, si reescribes, si escribes de un tirón o si te quedas en blanco un buen rato.

Al teclado le importa un carajo si se te va la vida en cada letra o si escribes como un mero trámite. Al teclado no le interesa si lloras o sangras cada palabra, si las sueltas llorando de la risa o si lo escrito te es totalmente indiferente.

Al teclado no le afecta si has pasado una mala noche o te acabas de levantar, si has echado el polvo del siglo o si hace siglos que no te comes una rosca. Al teclado no le afecta si te has quemado con el café o ni siquiera te ha dado tiempo ni a desayunar. Al teclado no le importa si estás escribiendo una carta de amor, una reclamación, un diagnóstico letal o un anuncio de dentífrico.

Al teclado, como al mundo, todo esto le da igual.

A este estúpido teclado, que lleva conmigo más de veinte años, no le importa que yo te eche de menos. No le importa si lo que acaba de caerle es una gota de cocacola o la quincuagésima lágrima que se me escapa pensando en ti hoy. A este ingrato teclado, que limpio poco y con toallitas, se la trae al pairo que yo te eche tanto de menos siempre, que escriba porque no puedo besarte, porque no puedo tocarte, porque no puedo abrazarte y porque no puedo hablarte apretadita a tu cuello. Todo esto, que es una mierda, a mi teclado, al muy jodido, no le afecta.

No le importa que esté con gripe diez días ya, que se me haya complicado con bronquitis, que me haya supuesto el despido, que se me caigan los mocos o que tenga agujetas de tanto toser, que ande con mascarilla por mi propia casa y que no pueda besar ni abrazar a mis hijos, a mis padres, a mi hermano.

El teclado se muestra impávido e indolente, acorde a la temperatura ambiente y a su buen o mal funcionamiento.

A mi negro teclado, como decía, no le importa que hayan dado por terminado mi contrato por enfermarme, ni que mis ilusiones por un nuevo trabajo se hayan disuelto como el hielo en un charco. Una llamada bastó: «En esta ocasión no has sido seleccionada, pero nos quedamos, con tu permiso, tu currículum». No, a mi teclado no le importa.

No le importa que, entre tanto o tan poco problema que me acompaña, según con quién me compare, yo no deje de pensar en ti. Le es ajeno que, después de tanto tiempo, yo haya encontrado algo tan bueno, tan increíble, tan inesperado. No le importa que tú y yo nos hayamos encontrado, que nos queramos de esta manera, tan nueva para mí, tan vital, tan sana y reparadora y, sin embargo, sigamos durmiendo a cuatro mil años luz, que no sé si es distancia o tiempo, sólo sé que es una putada y que juntos no es.

Se la suda a mi teclado que te extrañe de esta manera que parece una enfermedad, que duele por dentro y por fuera, por la izquierda y por la derecha, por arriba y por abajo, por delante y por detrás.

Echo de menos hasta tu forma de caminar. Echo de menos que me lleves la contraria y echo de menos que me des la razón a regañadientes. Echo de menos que te sonrojes como sólo tú sabes, de esa forma tan absolutamente encantadora, la manera en que se te guiñan los ojos y te salen esas arruguitas a los lados y se te pone esa sonrisa tímida que me deja tonta.

Y echo de menos las historias que me cuentas, las anécdotas de niño, de adolescente, lo presentes que tienes los recuerdos. Me flipa tu buena memoria. Yo, que no recuerdo ni en qué día estoy ni lo que comí ayer ni en qué año fueron las últimas olimpiadas, pero sí recuerdo perfectamente el primer te quiero que me dijiste, cómo y cuándo.

Y echo de menos obligarte a que me digas cosas bonitas o que me las sueltes cuando menos me lo espero.

Te echo de menos. Me duele. Te quiero.

Pero todo esto a mi teclado, al mundo, al resto, le importa un carajo.