Hace una semana asistí, en el Ayuntamiento de Cartagena, a una rueda de prensa convocada por el partido Movimiento Ciudadano. Yo iba con una idea y me encontré con algo que no me esperaba. He de señalar que, posiblemente, haya sido la ocasión en que más vergüenza ajena he pasado. Las maneras, las palabras y las actitudes por parte de quien hablaba no eran de recibo? Gritos, descalificaciones, insultos; por lo menos, no entran dentro de mis formas y estilo de ver la vida. Creo que todo lo allí expuesto tendría que haberse dilucidado en los despachos, máxime cuando el 'ataque' iba dirigido al partido socio de gobierno. Eso, por una parte, y por otra, si tiene evidencias de actos delictivos diríjase al juzgado de guardia.

Cuando a lo largo de la exposición se hace referencia a la ciudadanía y se va de paladín de la honradez y de hacerlo mejor que nadie se me eriza la piel; a los paladines les tengo pánico, ya que todos los partidos políticos tienen 'cadáveres' en la trastienda. Nadie tiene la posesión de la verdad absoluta y nadie puede presumir de nada. Por encima de todo hay que ser humildes y no tomar el nombre del pueblo en vano.

En el momento en que alguien habla en nombre del pueblo, en realidad está exponiendo pareceres u opiniones parciales o particularísimas. Pueblo es una palabra sagrada, un tótem intocable, ante cuya evocación precisamente una parte considerable de este mismo pueblo debe callarse resignadamente.

Pero ¿qué es el pueblo? Pueblo es tanto el noble, como el comerciante honrado, como el escritor que expone honestamente sus ideas o el militar que hace honor a su juramento o el catedrático que cumple su misión o el trabajador que cumple con sus obligaciones, el artista, el religioso; en fin, el hombre a secas que vuelve la espalda a toda pasión morbosa y sigue el camino de su deber, no el de su interés.

A pesar de lo apuntado, no podemos pasar por quedar, nadie, excluidos del 'pueblo'. Somos todos tan pueblo como el que más y con tanto derecho como el mejor para esgrimir su nombre si se nos antoja (así lo sentenciaba, en su momento, mi admirado Ignacio Agustí). Recordemos aquella respuesta vehemente que dio Winston Churchill a un diputado laborista que le increpaba en nombre de los derechos del pueblo: «Cuando le escucho, llego a la convicción que su señoría cree que el pueblo empieza después de usted». El pueblo, no hay duda, no empieza después de nadie: somos todos. Y nadie puede reivindicar la exclusiva de alzarse con su voz en nombre de él. En cualquier monarquía constitucional el pueblo está simbolizado en la figura del rey o de la reina. A nadie se le ocurrirá pretender que el uno o la otra no sea pueblo, porque está en 'lo más alto' de la escala social. Poco pueblo es aquel que hace de esta palabra un término excluyente.

Aquellos que desde el 'pueblo' llegan a ocupar puestos relevantes dentro de los organigramas de Ayuntamientos, Comunidades autónomas o Gobierno de la nación no deben de olvidar que siguen siendo 'pueblo' que representan al resto del paisanaje? que están de paso y, en su momento, volverán a ser pueblo llano. Creo que se tienen que hacer las cosas con tal cuidado que cuando abandonen las responsabilidades políticas, sus vecinos, el resto del pueblo, les saluden con respeto y puedan ir con la cabeza bien alta. Que se les recuerde por lo que han hecho bien, de forma callada y efectiva, y no por vociferar y dar patadas a diestro y siniestro como si todo el mundo fuese su enemigo. Señores políticos trabajen unidos por el bien del 'pueblo' ya que también estarán trabajando por su propio bien. Consensuen y si no llegan a acuerdo? consulten con el que es soberano, el pueblo.