Durante siete años de mi vida lo que mejor sabía hacer era fumar. Fumaba sin receso, a ritmo de paquete diario (duplicado en las noches de viernes y sábados); adrede en ocasiones, casi sin darme cuenta en la mayoría de veces. Siempre de paquete, jamás de tabaco de liar. El cigarrillo era mi fiel compañero durante aquella época. Fumé en bares (qué afortunado fui), en discotecas (para disimular que no sabía bailar), en el coche (ventanilla medio bajada), en entierros (fumé más que nunca aquel día); fumé en las terrazas, en la cama, en el aseo. A escondidas primero y a destape después. Escuchando música, leyendo periódicos, viendo fútbol, fingiendo que estudiaba Derecho. Mientras esperaba y mientras llegaba tarde. Cuando conocía a alguien y cuando me despedía. Porque tomaba el café, porque había que rubricar una buena comida, porque las mejores conversaciones eran imposible sin humo. Fumar se me daba de puta madre.

De eso hace ya cinco años. Aproveché una resaca de un uno de enero y dije basta. Le eché un pulso al tiempo y ahí sigo un lustro después: ganándoselo, en un permanente gerundio, pues no existe el riesgo cero ante una recaída. Esa condena llevo en penitencia. Aquellos años resultaron tan especiales como falsos: el cigarrillo no es fiel ni acompaña, al final te la clava. Es sólo un atractivo seductor que te atrapa en una sibilina forma de esclavitud. Te haces dependiente de él, y sin recompensa final, ya que es un hábito sin virtud: ni tiene sabor ni produce ningún efecto embriagador, a diferencia de otras drogas. Ay, si me lo comparan con otros vicios. Se fuma porque estás enganchado. Por adicción: porque el cuerpo te lo exige, no porque busques el placer. Ni tranquiliza ni relaja. Los nervios los provoca la falta de nicotina: desengáñense. No hay deleite más allá de matar al mono.

Dejarlo fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Ni siquiera recuerdo cuándo fumé el último en aquella ebria Nochevieja de 2012. Era el homenaje que se merecía. No me arrepiento de fumar, pero no lo echo de menos; fue bonito mientras duró, pero soy muy feliz sin él.