En los últimos pocos años, el mundo ha sido testigo de una transición sorprendentemente rápida hacia lo que podría llamarse ´juristocracia´». Así comienza Ran Hirschl su famoso libro Towards Juristocracy. The Origins and Consequences of the New Constitutionalism, que Harvard publicó en el año 2004. Con este concepto, Hirschl entiende la transferencia de poder de las instituciones representativas a los órganos judiciales en un grado que no tiene precedentes. Los espacios en que se verifica esta inmensa transferencia no son solo aquellos supraestatales, como la Unión Europea, o los relacionados con las grandes instituciones de la gobernanza mundial, sino el interior de los espacios estatales mismos de todo el mundo. Podíamos suponerlo. Conceder poderes sin precedentes a los órganos jurisdiccionales no es un invento del PP ni de Mariano Rajoy. Es uno de los movimientos mundiales más significativos en la evolución de los Estados al inicio del siglo XXI.

Como tal, este movimiento ha sido apoyado por juristas, teóricos, constitucionalistas y profesores. Todos ellos se empeñan en argumentar que este creciente poder de los diversos tribunales superiores no es contradictorio con la democracia. Por supuesto, de esta manera se transforma tanto el sentido del poder judicial como el concepto de la democracia, que se desvincula del principio de las mayorías. En cierto modo, la operación ya estaba apuntada en la misma actitud de los padres fundadores norteamericanos. Ellos desearon integrar el principio de la república con el principio de la democracia, y su aspiración era que las mayorías tuvieran que seguir tanto el principio de la ley como que la ley se atuviera al principio de la mayoría. El principio de síntesis fue que cada cambio legislativo debería tener su nivel de mayoría adecuado. No se podía alterar la Constitución con las mismas mayorías con que se altera la ley del suelo, por ejemplo.

Sin embargo, como todas las buenas ideas, ésta comienza a dar problemas cuando se intensifica. De este modo, en lugar de impedir que cualquier mayoría pueda hacer cualquier cosa, los tribunales constitucionales y demás altos órganos actuales sencillamente comienzan a impedir que las mayorías puedan hacer aquello que les corresponde en su ámbito de competencia. Por ejemplo, cuando el Tribunal Constitucional español impide que el Gobierno de la Comunidad Valenciana, con todo el derecho a organizar la sanidad pública de la que es exclusivo responsable, incluya en la atención médica obligatoria a los ciudadanos que carecen de papeles en la atención médica obligatoria. Lo que al comienzo fue diseñado para que una mayoría sin cualificar no amenazase o destruyese los principios jurídicos y los derechos fundamentales de los ciudadanos, invierte su sentido y promueve decisiones que imponen una interpretación restrictiva de esos mismos derechos.

La previsión original de toda revisión constitucional era la necesidad de proteger los derechos fundamentales de las potencialidades amenazantes de una tiranía de la mayoría. Esta doctrina demostró más su necesidad que su eficacia cuando determinadas fuerzas perversas, como la de Hitler, decidieron utilizar los instrumentos democráticos justo para destruir la propia democracia. Eso fue consecuencia de una teoría meramente formal o técnica de la democracia, que no la vinculaba de manera esencial a objetivos materiales fundamentales, como la protección de derechos. Sin embargo, su intensificación en el presente parece servir a otras finalidades que pudieran albergar precisamente el objetivo contrario: priorizar determinados fines que pueden afectar negativamente a los mismos derechos fundamentales.

Posiblemente estemos ante un caso más que demuestra que el ser humano es el animal de los medios inadecuados. Y es que todo medio adecuado puede dejar de serlo si se usa de forma indebida, y al parecer un seguro de inadecuación se consigue cuando intensificamos algo más allá de su diseño original. El principio adecuado es que el concepto de democracia no se reduce a la aplicación de la regla de la mayoría; está internamente vinculado a la defensa de derechos fundamentales, sobre todo a aquéllos relacionados con las minorías. Este mero asunto conceptual habría debido llevar a los líderes catalanes independentistas a cuestionarse si su rumbo era propio de una mentalidad democrática, porque afectaba a derechos fundamentales de minorías de forma muy negativa. Pero la intensificación de este procedimiento puede llevar a coaccionar de forma indebida las legítimas posibilidades de las mayorías legalmente autorizadas en su campo de actuación. Hirschl desea dedicar su libro a resolver la pregunta acerca de qué hay detrás de esa intensificación. Por eso no está interesado en la premisa básica del constitucionalismo clásico, sino en hallar las raíces políticas e históricas del neoconstitucionalismo y las consecuencias empíricas del mismo respecto de la producción de justicia e igualdad.

Su tesis es que este nuevo constitucionalismo hay que entenderlo dentro de las luchas económicas, políticas y sociales por configurar cada sistema político dado. Y de forma más concreta sugiere que, puesto que se trata de un aumento de poder de los órganos jurisdiccionales promovido por los otros dos poderes, ello se debe a que hay elites que ven favorecidos sus intereses si imprimen esta impronta al sistema estatal. Hay elites políticas que creen preservar su hegemonía si logran aislar sus preferencias políticas de los azares de las mayorías, y elites económicas que de este modo logran introducir las recomendaciones de la gobernanza mundial en el seno mismo de la soberanía del Estado, neutralizando políticas adversas a la agenda neoliberal. Los tribunales aceptan esta estrategia porque genera prestigio, influencia y reputación internacional, produciendo un campo homogéneo de decisión.

El proceso es sintomático y Hirschl lo señala con claridad. Todo parece caminar como si la creciente desconfianza hacia la regla de la mayoría tuviera que ser compensada con la separación de crecientes campos de intervención democrática. Es la estrategia que llevó a Carl Schmitt en 1932 a proclamar que la verdadera potencia del Estado era la capacidad de neutralización de la economía (lo que él llamaba la «sana economía») de las decisiones gubernativas. Pero esta desconfianza no procede sino de la realista comprensión de que el curso que llevan los programas políticos vigentes los aleja de todo consentimiento popular y reduce su legitimidad. Así, el nuevo constitucionalismo hace crecer el campo de la legalidad porque comprende que tiene reducido su campo de legitimidad. Expresado en términos clásicos: aumenta la dominación porque se reduce la fuerza de la hegemonía.

La clave de todo este proceso es que se dirige más hacia la protección de ciertos derechos que, en la medida en que pueden ser judicializados, pueden ser defendidos de forma desigual, según se tengan medios de acceso a los tribunales: propiedad, libre circulación de capitales, derechos del acreedor, etcétera. Con ello, los derechos fundamentales de las masas populares, cuyos intereses materiales deben ser defendidos por las iniciativas políticas y legislativas generales, retroceden a un segundo lugar en el sistema estatal frente al particularismo de las decisiones judiciales.

Lo pernicioso de este nuevo camino que han emprendido nuestras sociedades, desde Australia a Canadá, se ve en dos peligros. El primero, que cuestiones importantes de la agenda política, que tienen que ver con la construcción identitaria o que conciernen a los problemas de la definición en cada momento histórico de lo justo como concreción de los derechos fundamentales, sean apartados del debate democrático que puedan impulsar nuestras sociedades, y queden reprimidos y alojados en el ámbito de los peores afectos y pulsiones. Este es quizá el caso de Cataluña, o el caso de España, que introdujo la reforma constitucional exprés sólo para que el Tribunal Constitucional pudiera tumbar la agenda social de los ayuntamientos por considerarla un riesgo para pagar la deuda. El segundo es una consecuencia de este mismo punto: puesto que todo procede de una falta de fe en la democracia que puedan generar nuestras sociedades, el nuevo constitucionalismo puede llevar a su contrario, a la pérdida de garantías legales en la acción gubernativa de mayorías, cansadas de ver bloqueadas sus legítimas decisiones. De este modo, por miedo a los cambios necesarios bien podemos propiciar graves sobresaltos perturbadores.