Como era previsible, al día siguiente del discurso navideño de Felipe VI todos los medios de comunicación se prestaron a valorarlo sin un ápice de crítica a su contenido. Que las palabras del monarca expresan casi milimétricamente las posiciones del Gobierno del PP es algo tan real como que, pese a que por formación y edad permanece alejado de las ´aventuras´ pasadas de su padre, su figura no puede desvincularse de un pasado nada glorioso de la dinastía borbónica. Ese hecho, que analizaré sucintamente a continuación, y el origen mismo de esta monarquía restaurada a partir de la legislación franquista deslegitiman esta institución. Vayamos por partes.

La dinastía borbónica española se inaugura, como sabemos, con la Guerra de Sucesión, que durante catorce años ensangrentó el suelo patrio, hasta que la Paz de Utrecht (1713) colocó en el trono español a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, como Felipe V. Un siglo después, Fernando VII, a su llegada a España en 1814 tras su ´cautiverio´ francés, ordenó al general Laguía dirigirse a Madrid a detener a regentes y diputados de unas Cortes ya suspendidas. Posteriormente, tras la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823, dejó sin efecto de nuevo la legislación de Cádiz y ordenó ejecutar a opositores, como el general Torrijos. A su muerte, la primera guerra carlista ensangrentó de nuevo el suelo peninsular. Su heredera, Isabel II, fue totalmente refractaria al liberalismo y al parlamentarismo. Su apego constante a los moderados y su amparo de la corrupción (el marqués de Salamanca, su protegido, amasó una enorme fortuna especulando con el negocio del tendido ferroviario) llevó a su destronamiento y destierro en septiembre de 1868. De su hijo Alfonso XII poco se puede decir, pues murió muy joven tras diez años de reinado. Pero su descendiente, Alfonso XIII, el bisabuelo del monarca actual, sí dejó su ´huella´: inductor directo de la guerra de Marruecos (con aquella frase célebre en que alabó los ´cojones´ del general Silvestre, el responsable de la matanza de Annual en 1921) apoyó y sostuvo la dictadura de Primo de Rivera, el mismo que echó carpetazo sobre la Comisión que investigaba ese desastre de Annual (Informe Picasso). Alfonso XIII acabó como su abuela, saliendo del país. De Juan de Borbón, el conde de Barcelona, hay que decir que, aun sin poder acceder al reinado, se mantuvo cercano a las posiciones del franquismo. Su hijo Juan Carlos I, hipervalorado por los apologetas del régimen de la Transición, nombrado por el dictador su sucesor a título de rey en 1969 en virtud de la franquista Ley de Sucesión de 1947, amasó una notable fortuna personal, tuvo que abdicar por escándalos varios, y siempre nos queda la duda, más que razonable, de su papel en los aciagos acontecimiento del 23F de 1981.

Con estos precedentes, y en una España en la que la juventud empieza a cuestionarse con más decisión que sus progenitores la legitimidad de la institución monárquica, Felipe VI debería desprenderse del apego de sus predecesores a las élites económicas y a sus mentores, los gobiernos de turno. Nada de eso ha ocurrido. El discurso que le redactaron para evidenciar la deriva soberanista de Cataluña era todo menos una apelación a la concordia y la convivencia pacífica. El de la pasada Nochebuena no se deslizó por esos derroteros tan drásticos, pero fue más noticiable por lo que omitió que por lo que dijo. Aleccionado sin duda por las críticas de las organizaciones feministas en el discurso del año pasado, en el de éste sí hizo una leve alusión a la lacra de la violencia machista. Pero, por lo demás, nada destacable en el contenido que, de verdad, hiciera ver a los españoles y españolas que el jefe del Estado les representa y defiende. Unos pocos ejemplos.

Cuando en Cataluña aún no se han cerrado las heridas por los sucesos del 1 de octubre, y posteriores, el monarca pasó por alto los excesos represivos protagonizados por las fuerzas del orden aquel día y no hizo crítica alguna a quienes con el ´a por ellos´ exhibieron unas reacciones de odio impropias de una sociedad madura y tolerante. Como también omitió citar la aplicación de un artículo 155 que tiene visos de inconstitucionalidad evidentes, y la irregularidad de unas elecciones con miembros del Govern presos o huidos.

Cuando estos días están de plena actualidad las presiones de Montoro hacia los Ayuntamientos y las autonomías para el recorte de gastos sociales, no hizo alusión alguna a este austericidio, en contraste con el incremento en 8.000 millones del gasto militar.

Cuando hizo una apelación vaga y difusa a la juventud, se olvidó de citar su forzado éxodo fuera de nuestras fronteras, los salarios de miseria de los jóvenes de aquí, el recorte de becas, y un largo etcétera.

Cuando, en virtud de una legislación que les favorece, bancos y eléctricas anuncian beneficios multimillonarios en contraste con escandalosas subidas de los recibos de luz y gas, omitió citar que la pobreza (también la energética) mata.

Cuando aludió a la necesidad de construir entre todas y todos una España próspera, olvidó que, en estos años, el Gobierno del PP ha reducido a la mitad la recaudación del impuesto de sociedades de las grandes corporaciones, mientras que se mantienen salarios de miseria y se ponen en riesgo las pensiones futuras.

Cuando el lacerante paro, la fuga de capitales, el fraude fiscal, la economía sumergida, etc. debilitan la capacidad de recaudación del Estado, el monarca elude estos extremos.

Son sólo unos apuntes, pero que muestran que el actual jefe del Estado nos ofrece sólo la cara ´amable´ del sistema. Con su inhibición, Felipe VI se sitúa, como sus predecesores, al lado de las élites y del poder.