Sigilosamente, como para pillarnos desprevenidos, se van presentado los años, uno tras otro, sin descanso.

Cuando queremos darnos cuenta, abrimos los ojos atónitos ante la cifra del año nuevo que se nos presenta, fresco aún en nuestra mente el número digital de la cifra anterior.

La hojas del almanaque se desprenden lentas en la juventud y como llevadas por un vendaval en los que han superado el umbral del otoño de la existencia. Cada año es un acto de la comedia de la vida. Una comedia sin descanso, de la que cada cual somos protagonistas. Cuando celebramos con alegría desbordada la transición de un año al siguiente, lo que verdaderamente deseamos es un entreacto indefinido. Y subrayamos el contraste de un año con otro para hacernos la ilusión de que nos detenemos un poco a vivir sin temores.

La especie humana se angustia ante el problema del tiempo, pero ¿existe el tiempo? Puede que este sea el primer gran drama del hombre, el de no poder verle la cara al más implacable de sus enemigos. Porque el Tiempo, que nos trae a la vida en su regazo, que nos sorbe la juventud, que nos envejece, nos mata y nos disuelve los huesos, no podemos verlo, ni sabemos con certeza lo que realmente es. Quizás sea el espejo el único que nos hable realmente de nuestro tiempo, el propio, el que a cada uno nos ha tocado vivir. De niños jugamos a imaginarnos de viejos ante el reflejo del cristal, descubriendo en él, con el paso de los años, nuestra decadencia inexorable.

Se nos va un año y llega uno nuevo: 2018, El Ramillete, según el pregón de ciegos, y enseguida nos someterá a su servidumbre. Doce meses de término tiene marcados, y hará de nosotros lo que le plazca. A unos dará odio, y a otros, amor. A unos, esperanza; a otros, desaliento.

Repartirá a voleo gloria y miserias, bienes y males; la salud y la muerte. Y su tiranía será tanto más cruel cuanto más se fije, de forma implacable, en las cosas menudas de nuestra existencia individual: en las canas, la calvicie, en el color de las mejillas y de las modas, en el fruncido de las arrugas alrededor de los párpados; en la pesadumbre de nuestros miembros, en la ligereza de nuestro sueño? Todo en la tierra sufrirá transformaciones, pero un Año Nuevo que se inicia con resaca, está obligado a lanzar al espacio sus radiantes volutas de promesas, y 2018 no será una excepción. Los hombres se fían de todo lo que es nuevo, de todo lo que parece inusitado, y desconfían de lo que es viejo, de todo aquello que en el discurrir de los días ha sincronizado con la sistemática labor que tiende al decaimiento. Vuelan las aves del optimismo ante un tiempo nuevo que se abre. Por eso la Nochevieja es jaranera y bulliciosa cuando acaso debiera de ser triste. Porque los años nos vapulean con su desfilar vertiginoso y con la incertidumbre que sus días encierran.

Al nuevo año no hay que mimarle, no hay que darle excesiva importancia, hay que exigirle, por lo menos esas cosas generales que a todos favorecen aunque sea mucho pedir: salud; que sea pacífico, que haga llover con abundancia y oportunidad, que todos tengamos trabajo. Hay que ser más enérgico y explícito en la prohibición de traernos desventuras: guerras, catástrofes, sediciones, revoluciones. Incluso exigirle con ganas que nos toque la lotería del Niño. Pedir, que como poco, nos quedemos como estamos. Que Dios reparta suerte, queridos lectores.

¡Feliz 2018!