Por fin ha vuelto el reality más esperado, Las Campos. María Teresa, Terelu y Carmen Borrego regresaban por Navidad a la parilla televisiva con una nueva entrega de su docu-reality que narra, en esta tercera temporada, las peripecias de la saga matriarcal en las calles de Nueva York y Miami. Desde el principio del capítulo no defraudaron; Mamá Teresa, sentada en un sofá y flanqueada por sus dos niñas, emulando el discurso de Navidad del Rey, hablando de la cuestión catalana, antes de dar paso al episodio rodado en la Gran Manzana, hasta Terelu imitando a Meg Ryan en aquella mítica escena de la cinta Cuando Harry encontró a Sally en el que la actriz fingía el orgasmo más famoso de la historia del cine.

A pesar de las críticas que les han llovido, las tres famosas televisivas estuvieron espléndidas, grandiosas, excesivas y tan bárbaras como solo ellas saben serlo. Es cierto que, de un tiempo a esta parte, el clan Campos navega a la deriva; negar el periclitado de esta saga sería absurdo, pero hay que reconocer el mérito de su caída, especialmente el de la matriarca; no todos los famosos viven la pérdida de autoridad y de respeto con la dignidad que lo está haciendo María Teresa Campos. Ha pasado de realizar entrevistas a José Luis Rodríguez Zapatero en su época de presidente del Gobierno a pasear por las calles de Nueva York disfrazada de Autrey Hepburn en Desayuno con diamantes, un intento desesperado para que sus hijas se mantengan a flote en el mundo de los medios de comunicación.

Lo fácil sería criticar el show de madre e hijas Campos, tildando el espectáculo de ridículo y vergonzante, pero no lo voy hacer, para eso ya están los que se creen por encima, los cultos, sabios e intelectuales que ponen los ojos en blanco ante las imágenes del reality en honor a un estatus cultural que aparentan, pero que en realidad no poseen. A muchos que hoy incendiarán sus perfiles de redes sociales o sus blogs en diarios digitales con críticas despiadadas y desmedidas, ya me gustaría escucharlos debatir sobre la cuestión homérica o el cine de Truffaut y Godard.

Con la resaca del reality todavía en la boca del estómago, los debates que se plantean en mi mente son otros que nada tienen que ver con la moralidad y los estúpidos escrúpulos de los que hace gala nuestra querida sociedad un día sí y otro también. Entiendo el formato como puro espectáculo y como tal me gusta disfrutarlo. No voy más allá, simplemente pretendo pasarlo bien ante la exhibición decadente que siempre supone la caída de cualquier imperio. Poco más. Analizar el éxito y el triunfo en una sociedad que con frecuencia premia lo mediocre y la vulgaridad se me antoja tan intenso como el día de la marmota.

Personalmente, creo que en el fracaso de las ´niñas Campos´ confluyen varios factores que alteran sus intenciones de convertirse en las reinas de las mañanas o de las tardes de la televisión española como un día lo fue su madre. Por un lado, Terelu y Carmen Borrego cuentan con cero tolerancia a la frustración. Las manías, las fobias y la falta de voluntad de la que hacen gala en cada aparición pública son una prueba evidente de que la palabra esfuerzo o sacrificio no entró en su vocabulario cuando eran unas niñas.

Los ´buenos colegios´ no lo son todo a la hora de educar a los hijos, aunque muchos padres erróneamente crean que sí (esperar y mirar a que las cosas se hagan o se resuelvan por sí solas es una estupidez). Por otra parte, la sobreexposición a la fama tampoco es algo que ayude mucho en la carrera al triunfo. Las pequeñas Campos deberían tomar ejemplo de Enrique Iglesias. Ni talento, ni voz, pero sí misterio. La cualidad que ha convertido en millonario al único hijo con oficio y beneficio de Isabel Preysler y Julio Iglesias ha sido envolver su vida personal de un halo de secretismo que lo protege de la realidad y le procura éxito, pues como buen hijo de su madre que es sabe que lo importante no es serlo sino parecerlo.