Horacio, allá por el siglo I, acuñó la máxima sapere aude, atrévete a saber. Al parecer, para saber, hay que echarle valor, atreverse. Si Horacio viviese y si fuera un observador de lo que muchos de nosotros hacemos en este periodo navideño de consumo desenfrenado, quizá reclamaría otro tipo de valor u otro tipo de saber diciendo sapere consumere ecoeticus, atrévete a ser un consumidor ecoético, a consumir de manera ecoética.

Hablar de consumismo, y más en estas fechas, no resulta novedoso. Como tampoco lo es señalar que ese afán consumista traduce una adicción, como tantas otras que padecemos los humanos, la adicción por gastar, por tener y por consumir como forma de llenar nuestras vidas o nuestro tiempo, lo cual supone una restricción de nuestra libertad. De ahí que se requiera valor y atrevimiento para manejar el asunto, sobre todo en tiempos donde la crisis del estado del bienestar sigue estando presente y donde la venta y la compra de cualquier cosa vertebra y sustenta el sistema económico, político y social.

Estamos modificando nuestro modus vivendi de una forma acelerada y fruto de esta urgencia que gobierna nuestras vidas estamos forjando unos perfiles personales y unos roles culturales realmente preocupantes. Vivimos en la cultura de la inmediatez, de la prisa, del para hoy, del tener y del consumir cuanto más mejor, a veces de forma alocada y frenética, como si estuviéramos inmersos en una dinámica de derroche y consumo difícil de superar. Compramos por comprar, gastamos por gastar, buscamos lo que caprichosamente deseamos y muchas veces adquirimos lo que no necesitamos. Formamos parte de una sociedad de consumo dominada por el deseo y por la necesidad de compra de todo tipo de bienes, servicios y objetos.

Este estilo de vida, el hiperconsumismo, la psicopatología de la compra, nos hace ambicionar y desear todo tipo de cosas, útiles o inútiles, necesarias o innecesarias, importantes o superfluas: da igual porque no se trata ya de las cosas, sino de nuestras carencias, de nuestra necesidad de llenar nuestro vacío. Esta hipertrofia del consumo se traduce en estrés o aceleración vital: no tenemos tiempo para elegir un regalo, para disfrutar, para? y lo suplimos consumiendo novedades, devorando productos publicitarios o adquiriendo cualquier cosa que se nos presente.

Pero esta conducta consumista compensatoria no es inevitable. De hecho, la toma de conciencia de esta situación ha hecho sentir la necesidad de volver a poner el acento en el sentido auténtico del consumo: consumir para vivir, no vivir para consumir. Se trata de transformar la actitud hiperconsumista en una mentalidad ecoconsumista.

Consumimos todo tipo de cosas: comida, ropa, libros, medicinas, tiempo, metas, proyectos, ilusiones, ideas, creencias, trabajos, relaciones humanas, religión, etc... incluso podríamos decir que, en cierto modo, nos consumimos a nosotros mismos en todas las cosas que son objeto de nuestro consumo. Todo aquello que consumimos nos atrapa y nos consume a su vez. Surge así como problema la deshumanización provocada por la neurosis consumista, que se agrava todavía más cuando la persona se frustra por no poder consumir o cuando se convierte en un mero actor consumista a merced de las leyes de la oferta y la demanda.

Esta adicción por consumir, más que articularse sobre el placer del lujo y la compra para satisfacer todas las apetencias que se nos antojan, parece un modo de escapar del tedio; sin lograrlo, como ocurre en las (otras) adicciones que burbujean en torno a la desmotivación y el vacío existencial acabando en lo que algunos han bautizado como auténtica patología de la abundancia. De hecho, Eric Fromm se refiere a este estado de cosas señalando que «el mundo es una gran manzana, una gran botella, un gran pecho. Nosotros somos los lactantes, los eternamente expectantes y los eternamente desilusionados».

Parece, en definitiva, que en todo lo que hacemos (trabajar, comprar, leer y escribir) buscamos la felicidad, pero no siempre acertamos. Es obvio que la patología de la abundancia, el mundo tal como lo describe Fromm en su expresión homo consumens, es fruto de un desenfoque. Y cada vez hay más voces que señalan que tal error no afecta sólo a nuestra economía familiar y a nuestras vidas individuales sino que, en la era de la globalización, repercute sobre el conjunto del planeta y sobre algunas personas que parecen vivir en las antípodas de la realidad o en un mundo completamente ilusorio. El enfoque alternativo al homo consumens podría expresarse diciendo que hay que consumir sin consumirnos, que hay que abandonar la ingenua idea de seguir apostando por un crecimiento ilimitado, incontrolado e insostenible para impulsar un consumo ecoético, que sea respetuoso con el planeta que nos cobija y que hemos de dejar en herencia a nuestros hijos.

Sólo los muy pobres se ven obligados a dedicar todo su esfuerzo y su tiempo a cubrir sus necesidades. Hay, por eso, en la pobreza una cierta esclavitud. La riqueza, entendida no sólo como patrimonio, supone precisamente un ahorro de tiempo, es decir, una ganancia de libertad. Lo mejor del pensamiento griego supo ver esto cuando fijó el estilo de vida ideal en la moderación, en la educación de la conducta, en la proporcionalidad de nuestras acciones. Al parecer fue Sócrates quien dijo aquello de «cuántas cosas hay que no necesito».

Un hombre libre dedica su tiempo a construir creativamente su vida y la de las personas que quiere, no tolera que las cosas le consuman más tiempo del imprescindible y no permite que lo superfluo se adueñe de su quehacer vital. No deja, en definitiva, que el estrés y la prisa, el afán de consumir más y más, se adueñen de su vida. Consume su tiempo de ocio y lo dedica a aquellas actividades que dotan de sentido y plenitud a la persona, actividades felicitantes por lo demás. Trasciende la tríada trabajo-dinero-consumo por la de tiempo-experiencia-vida, haciendo posible que el acto de consumir se convierta en una práctica razonable, responsable y ecoéticamente sostenible.