Probablemente haya sido el reverendo Steven Hales el primero en medir la presión arterial en un caballo en 1733. Un siglo más tarde se desarrollaron los primeros esfigmomanómetros, que eran muy aparatosos. En 1896 Riva Rocci diseñó el que hoy conocemos, lo que permitió que se introdujera. Vale la pena recordar que el British Medical Journal se oponía a este avance porque pensaba que podría «depauperar los sentidos y debilitar la agudeza clínica».

La descripción de la hipertensión como enfermedad aparece en 1808 y hubo de pasar un siglo antes de que se instaurara el primer tratamiento basado en la restricción de sodio. Hasta 1952 no hay un medicamento eficaz y poco dañino: los diuréticos. Todavía en la década de 1940 los médicos no tenían claro que la hipertensión fuera siempre perjudicial. Así pensaba el médico del presidente Roosevelt cuando pocas horas antes de la conferencia de Yalta tenía cifras sistólicas por encima de 260 y consideró que eran beneficiosas para elevar su alerta, un mecanismo biológico de compensación de la rigidez de las arterias. Hubo que esperar a 1958 para que se confirmara el valor del tratamiento de lo que se denominaba hipertensión maligna. Pero aún no estaba claro su papel en la prevención de la morbilidad y mortalidad en hipertensión menos grave.

La larga historia de los ensayos clínicos aleatorizados en el tratamiento de la hipertensión comienza con el de la ´Veterans Administration´ publicado por primera vez en 1967 y acaba de momento con el Sprint en 2017, que ha producido una pequeña conmoción en la sociedad. Veamos este último ensayo denominado Sprint. Se investigó el beneficio de tratar la hipertensión hasta reducirla bien a menos de 120 de sistólica o menos de 140. Se invitó, entre 2010 y 2013, a 9.300 hipertensos de más de 50 años con un alto riesgo de enfermedad coronaria. En 2015 publicaron los resultados, que pueden cambiar el panorama porque entre los que habían sido asignados a llegar a una TAS de 120 la incidencia de fallo cardiaco, crisis coronaria e ictus se redujo en un tercio y la mortalidad en un cuarto. Para alcanzar esas cifras los pacientes tuvieron que tomar tres medicamentos, pero no tuvieron más efectos secundarios que el otro grupo, lo que se denomina tratamiento habitual.

Pero ¿qué significa no tener más efectos secundarios? Pues ni más ni menos que casi el 40% de los tratados, en cualquier grupo, sufrió efectos adversos clasificados como graves. El grupo tratado intensamente sufrió más hipotensión, síncope, trastornos electrolitios y enfermedad renal o fallo renal agudo.

La cuestión entonces es ¿cómo afectan los resultados de este estudio al manejo de la hipertensión? En primer lugar, debemos ser cautos en su aplicación a la población general. Aquí se demostró el beneficio para unos sujetos muy concretos: personas de más de 50 años con un riesgo cardiovascular en 10 años de al menos el 15%. ¿Obtendría el mismo beneficio una mujer de 50 con una tensión arterial sistólica de 150 sin otros factores de riesgo? Una española con esas cifras tendría un riesgo del 3%. Supongamos, en el mejor de los casos, que fuera aplicable la reducción del Sprint: con tres fármacos su riesgo bajaría hasta el 2,1%.