La Navidad de hoy no es blanca, ni verde, ni negra, todo depende del dinero que tengas en el bolsillo o del estado, casi siempre patético, de la Visa. En mis años de niñez (si es que alguna vez fui niño) gustaba de la Navidad de estar por casa. Me negaba en rotundo a pisar la calle, debido a los tíos con barbas postizas de Reyes Magos que sentaban sus reales a las puertas de La Alegría de la Huerta. Lo del Bazar Murciano era más triste, supongo que por disponer de menos presupuesto. Se contentaban con poner a un paje con peluca zamarreada de macero y sombrero picudo de color rojo junto a un buzón en el que se podía leer su título de cartero real. Sonaba tras de él, en un primitivo tocadiscos, un villancico berreado que decía aquello de «hacia Belén va una burra, rin, rin?». Desde entonces opté por no salir a la calle en las fiestas navideñas; mucho menos con el paso de los años, cuando turrones El Almendro sacó su cancioncilla «vuelve a casa por Navidad?». Algunos se lo tomaron tan en serio que me dejaban sin cordiales y sin las bolas de coco tan de mi gusto.

Con el discurrir del tiempo la Navidad ha ido a bastante menos. Todo se inicia con las comidas de empresa, que son mucho peores que las comidas de trabajo, que ni son comidas ni son trabajo. Si existe algo insufrible es un jefe que quiere ser gracioso y picante, a sabiendas de que su única intención es sacar la información necesaria para dejar a alguno en la calle o saber si fulanita está liada con menganito, o si la otra se va quedar embarazada en el año entrante, todo ello bajo los efectos del cava peleón. Un jefe puede llegar a ser mucho peor que un cuñado y sus miserias de todo tipo que expone sin recato.

La última novedad, de una década atrás hasta hoy, son las nochebuenas matinales, que en forma de aperitivo despiertan sentimientos apasionados hacia el prójimo con la conocida jaculatoria de ¡Feliz Navidad! mientras te abrazan y te flambean con el tufo del Beefeater a mediodía. Tanto se ha popularizado el aperitivo del día de Nochebuena que algunos no dan el habla, ahorrándose así la entrañable cena familiar. Igualmente, ponerse ciego a marisco en Navidad debería de estar prohibido, la democracia aplicada a las gambas aporta efectos desastrosos, comprar marisco en Nochebuena se ha convertido en un atraco consentido, de ahí el sentido del aperitivo que abarata costos.

Mi vida ya larga me acerca a la asistencia a algunos entierros, no pocos, posteriores a las cenas de Nochebuena, cuando a los finados, llevados de lo entrañable, juntaron sus mantecas tras opíparos festines navideños. La gastronomía es la ciencia rectora de la vida; desde el recién nacido que llora para que le den de mamar al moribundo que recibe con vaga sonrisa el último plato, que no podrá digerir. La suerte de los hombres se resuelve muchas veces en un banquete y ciertos acontecimientos sensacionales terminan siempre en festines, incluidas las festividades religiosas como la que esta noche celebramos. Es preferible una parca Nochebuena, ajena a populismos y modas, recordando a los ausentes, con miradas furtivas al belén, ante un buen plato de hervido de coliflor servido en mesa camilla y brasero; plato barato y sano, con el hogar impregnado por los aromas de antaño; el aroma maternal que supone la cocción de la verde y murciana crucífera. El mundo gira y gira trayéndonos una nueva Nochebuena, celebrémosla de forma sencilla con la esperanza y grandeza que nos supone el nacimiento de Jesús.

¡Felices Pascuas! amigos lectores.