La humanidad se divide en dos clases de personas: las frioleras y las que siempre tienen calor. Doy por hecho que los calurosos sufren lo suyo y me consta que lo pasan muy mal, pero los que no soportamos el frío vivimos el invierno como una maldición. Para sobrellevarlo no solo tienes que consumir más energía, comer más y estar todo el día pensando qué ropa de abrigo puedes necesitar, sino que te expones a cogerte trancazos una semana sí y otra también, si no te andas con ojo. Para las personas más cercanas y, sobre todo, para los niños somos un grave peligro, porque les obligamos a abrigarse mucho más de lo que pueden soportar, hasta que llegan a la edad de emanciparse y deciden desquitarse pasándose en manga corta todo el año, por mucho que les adviertas del peligro de congelación. Salir de viaje es una odisea, porque hay que llevarse ropa y calzado como si fueses al Polo Norte. Además, este año he empezado a plantearme la cantidad de trabajo que da el frío, el tiempo que hay que dedicar a lavar, tender, doblar y devolver al armario calcetines, ropa de lana, abrigos y el resto de prendas que se apretujan en las perchas, aunque pasen meses sin usarse, como un escudo protector por si viene una ola de frío. Por muy molesto que sea el calor, nadie me va a convencer de que el olor de las castañas asadas ni la magia de la Navidad son comparables al placer de cambiar los calcetines por las chanclas y el abrigo por el biquini. Así que todos los años, cuando llega el invierno, empiezo a contar los meses que faltan para llegue el calor.