El conocimiento de varios idiomas no es signo de inteligencia. Prueba de ello es Carles Puigdemont, diga lo que diga en cualquiera de los cuatro idiomas que domina, no llega ni a tontada. Presentar una candidatura electoral in absentia parece hoy más común que en otros tiempos. En la República romana fue casus belli entre César y Pompeyo. Tiempo atrás habían sido aliados en el primer Triunvirato, aquel en el que el joven César sólo aportaba su inteligencia, mientras Pompeyo y Craso, sus enormes fortunas. Todo fue a las mil maravillas hasta que Craso cometió el primer craso error de la Historia; subestimó a los partos y le dieron a beber oro líquido, tanta era su sed del dorado metal. Al morir su bella esposa Julia, pronto olvidó su amistad para que los conservadores lo proclamaran su campeón. Cuando César quiso presentar su candidatura al consulado in absentia, le negaron lo que otros habían tenido antes. Los optimates pretendían atraer a César desarmado y lejos de sus legiones. Así que el conquistador de la Galia se vio forzado a cruzar el Rubicón con un par de lo que no tiene el catalán.

Se duda si la frase la dijo César en griego, pues también era políglota el romano, pero para el caso, cualquiera de sus ocurrencias denotaba inteligencia en la lengua que fuere, que ahí acaba cualquier parecido con el catalán. ¡Que vuelen altos los dados! escuchado por sus bravos acólitos, les podría haber parecido que su general no lo tenía todo pensado. Ellos, que hubieran seguido a su general hasta la muerte, no tenían la más mínima duda. Farsalia, la batalla en que Pompeyo tuvo superioridad de cuatro a uno, se dirimió en un par de horas. De allí huyó el Magno a Egipto, donde más que perder la cabeza, Ptolomeo, el hermano de Cleopatra, la emplató para Cayo Julio.

Comparar a Puigdemont con César es un dislate. Uno de los genios más preclaros de la Historia no puede medirse con el más nefasto presidente de la Generalitat catalana. Hablamos de cabeza de león y cola de ratón. Justamente la que se le ha visto en Bruselas a este padre de la patria catalana, al que su mayor aliado, otro lumbreras de la política, lo tacha de infame cobarde.

Los independentistas catalanes han dado sobradas muestras de cinismo e incompetencia. Amparados en una mayoría parlamentaria que no se correspondía con la social, convocaron un referéndum ilegal y celebraron una pantomima de plebiscito, para mayor gloria de crédulos ignaros. Y luego, sobre un resultado inescrutable, apelaron a una inexistente soberanía popular para proclamar una patria inventada. Quienes quieren ser Escocia, no llegan a ser Kosovo. Del idílico paraíso catalán, al solar de descerebrados. La fundación de un Estado no puede construirse sobre falacias, por muy falsarios con barretina que sean sus padres. Y una suerte de Gobierno catalán en el exilio resulta tan ridículo como la verborrea de Maduro o las bravuconadas de Kim Jong-un. Aun así, Puigdemont declara, en un monólogo de chistes, su legitimidad como president. Es, empero, un espejismo, porque esta desnortada Convergencia sigue, como la definición de línea recta, aquella que se prolonga hasta perderse en el infinito. No es menos la ilusoria patria de ERC, fundada sobre la invención histórica de un reino que nunca existió, salvo que se refieran al III Reich, su modelo y referente, ellos, tan plagados de charnegos y rufianes, sangre sucia en la hermosa patria catalana.

No negaré el derecho a pertenecer la tierra que uno habita, sea por nacimiento o por vocación, pero de ahí a asentar voluntades soberanas hay un trecho inabarcable. Si yo me declaro romano, por nacimiento como hombre libre dentro de los límites del Imperio, por bautismo en la pila de la Iglesia católica y por mi lengua materna, que no es más que un dialecto del latín, no haría tanto el ridículo como esta pléyade de papanatas que tienen embargada a la región más rica de España en una aventura equinocial cual Lope de Aguirre.

Mas no dejemos que el follaje feraz de la foresta nos impida ver la selva que habitamos. Cerrar en falso este cisma independentista sin solución de continuidad nos puede llevar a un conflicto interminable. El PP en su miopía no entiende que el título VIII de la Constitución necesita una reforma. Ni la crisis brutal que hemos padecido ha servido para reorganizar competencias y sistemas de control presupuestario, ni la catalana servirá para establecer el modelo de financiación que satisfaga las aspiraciones de todas las Comunidades. La nuestra es un claro ejemplo de inviabilidad provocada por nuestro Gobierno autonómico de los últimos veinte años. Pero Cataluña no predica con el ejemplo de seriedad que se presumía a su pueblo. El PSOE cree que basta con cambiar el nombre y llamar federal a un Estado que ya lo es de facto y de iuris, para penitencia de los españoles que padecemos diecisiete ordenamientos distintos en cuestiones tan básicas como urbanismo, ordenación del territorio, carreteras, ferrocarriles, cultura, deporte, sanidad, educación, asistencia social, agricultura y ganadería.

Que las patochadas de Puigdemont y Junqueras o los discursos del tuitero Rufián no nos despisten de los socavones de nuestro sistema territorial. Rajoy no va a dar un paso adelante, Sánchez no parece tener un proyecto mínimamente perfilado, Iglesias anda perdido en sus cuitas personalistas y brindis al sol. A estas alturas, el más sensato parece ser el lendakari Íñigo Urkullu, quien antes de que nadie le acuse de gozar de un sistema privilegiado, lo ofrece como modelo a seguir. Si el cupo vasco parece discriminatorio, tal vez fuera mejor que todos quisieran igualarse por arriba. Eso sí, los vascos tienen los mejores servicios públicos de toda España y no pagan menos impuestos que el resto de españoles. ¡La suerte está echada!