Hay gente que viaja para conocer los lugares más lejanos y exóticos de la Tierra. Otros buscan paisajes de los que enamorarse, playas paradisiacas en las que perderse o altas montañas en las que fundirse con la naturaleza. A otros, en cambio, les mueve el interés gastronómico y viajan para disfrutar de los encantos culinarios de cada rincón del planeta. Para gustos se inventaron los colores, en definitiva. En mi caso, me emocionan aquellos sitios que han sido testigos de grandes acontecimientos de la Historia. Así que se pueden imaginar lo que pude sentir cuando, hace unas semanas, visité Berlín, esa ciudad que ha tenido tanto protagonismo en estos últimos siglos. Tumbado en la cama del hotel, no podía pensar en otra cosa que en el pánico nocturno que sufriría ese judío berlinés ante la posibilidad de que en cualquier momento entraran a por él. Me imaginaba esos edificios derribados por las bombas mientras paseaba por la avenida ´Bajo los tilos´ (Unter der Linden) y evocaba asimismo el terror que sentirían esas muchachas ante esos soldados rusos sedientos de venganza. O ponerme en la piel de aquel chaval abatido a tiros cuando intentaba atravesar ese muro que cercenaba su libertad. Es injusto para los alemanes que, con todo lo bueno que su país y su capital han construido en estos años, a uno se le pasen estas cosas por la cabeza cuando los visita. Pero es que Berlín me transmitió sufrimiento. Y eso también puede tener su encanto.