Pues amarga la verdad, quiero echarla de la boca; y si al alama su hiel toca, esconderla es necedad». Con estas memorables palabras inició Quevedo su letrilla satírica sobre la pobreza y el dinero. De ellas me serviré para dar inicio a este comentario sobre Cataluña, préstamo que el genial madrileño no me reprochará desde el Más Allá: después de todo, lo que yo pueda decir siempre será más blando de lo que él dijo: «En tanto en Cataluña quedase un solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigos y guerra». Fue su respuesta a la revuelta, llamada de Los Segadores, que hacia 1640 promovieron muchos catalanes para protestar contra la decisión del conde-duque de Olivares de que Cataluña contribuyese a los gastos militares de España, que hasta la fecha habían soportado casi en exclusiva los castellanos.

O sea, que los segadores querían un cupo catalán ya en aquella época y se negaban, como los vascos ahora, a contribuir con sus impuestos al conjunto de España.

Voy ya con lo mío. En efecto, la verdad sobre Cataluña es amarga. Para empezar, cuatro de cada diez son separatistas. Se consideran miembros de una nación oprimida por otra más poderosa, España, y están a punto de convencerse de que la Unión Europea es una coalición de Estados opresores de límpidas naciones, como la catalana.

Es inútil hacerles ver que bien raro sería que los oprimidos dispongan de mayor renta que los opresores, de mejores infraestructuras, de universidades punteras y de el más competitivo equipo de fútbol. Su respuesta es de manual: si hemos logrado todo eso a pesar de la opresión española, ¿qué no lograríamos si nos liberásemos del yugo?

Estos influyentes y numerosos catalanes no se limitan a pensar y sentir así, sino que están dispuestos, una vez más, a pasar de las musas al teatro y quebrar la soberanía del pueblo español para, de forma unilateral y antidemocrática, romper la integridad territorial de España.

Pero la verdad sobre Cataluña es todavía más amarga y, de cierto, que su hiel nos toca en lo más hondo. Junto a los citados, hay otros tres de cada diez catalanes que, sin ser declaradamente separatistas, son supremacistas. Entienden que los catalanes son distintos de los españoles, una forma educada de decir que son mejores. Ya el doctor Robert, catedrático de Patología y alcalde de Barcelona, nos deleitó en el año 1900 con una conferencia sobre La raza catalana; defendía que el cráneo de sus vecinos era mayor y mejor que el de españoles, lo que obligó a que Ramón y Cajal tuviese que corregirle la plana. Con el desarrollo de la Genética Molecular, no han faltado los que distinguen entre los genes de los catalanes y los de españoles, obligando al eminente especialista Bertranpetit, investigador catalán, a aclararles que eso no es así. Un botifler sin duda.

No se proponen soslayar la soberanía del pueblo español ni romper la integridad territorial de España, sino mejorar ´el encaje´ de Cataluña en España. Accederían a seguir con nosotros siempre que dispongan de su propia Hacienda, de su propio sistema judicial, de una libertar irrestricta para manejar la televisión pública catalana y, todavía más importante, el sistema escolar. En su sensatez, estarían dispuestos a aplazar de momento que la Policía Nacional y la Guardia Civil se retirasen complemente de Cataluña. Aunque, eso sí, habría que indultar de inmediato a todos los que resulten condenados por delitos de sedición, prevaricación y malversación porque, motivo incontrovertible, son delincuentes, pero son delincuentes catalanes.

En suma, no quieren violar la soberanía española ni romper su unidad territorial, sino que se conforman con romper la igualdad de los españoles ante la ley y ante el erario. Quieren ser lo que creen ser: españoles mejores y con más derechos que el resto de la tropa.

¿Qué esperanza les queda al común de los españoles y a los tres de cada diez catalanes que no se sienten ni separatistas ni supremacistas?

Esperanza es nombre de mujer y hoy la esperanza, en mi opinión, se concreta en tres damas: Arrimadas, Susana y Cospedal. Mayor demostración de la capacidad y el coraje femenino en política no cabe.

Tenemos a Arrimadas, una lideresa catalana por méritos propios. Ha sido capaz de defender la aparentemente absurda idea de que los españolistas pueden ganar las elecciones a los separatistas. Y ha aclarado que no es conveniente darles nada para tratar de apaciguarlos. Eso es lo que han venido haciendo los sucesivos Gobiernos españoles con ningún resultado. Los separatistas solo quedarán contentos con el Estado propio y cualquier concesión, indultos incluidos, solo servirán para engordarlos. Los catalanes tienen que comprender que ellos también deben cumplir las leyes; no solo las que defienden los contenidos de los dos primeros artículos de la Constitución, sino todas las leyes, como las referentes al patrimonio cultural o al derecho a la educación en español.

Tenemos a Susana, una dirigente andaluza que no ha dudado en defender, incluso frente a sus propios compañeros de partido, la unidad de España y, cosa no menos importante, la igualdad de todos los españoles en derechos y en acceso a servicios públicos. Impresiona ver a una gobernanta socialista defendiendo valores tan socialistas como la igualdad. Debería cundir el ejemplo.

Y tenemos a Cospedal, una ministra de Defensa que no se ha avergonzado de recordarnos que, entre la misiones que la Constitución ha encargado a nuestros ejércitos, figura la de defender la integridad territorial de España. Y que no ha titubeado en programar en la geografía catalana diversas maniobras y entrenamientos militares. Quizás si el CNI dependiese de ella, los Mozos de Escuadra no habrían permitido el referéndum del 1-O ni Puigdemont se habría fugado a un Estado fallido, amigo de etarras, como es Bélgica. Digna colaboradora de un presidente, Rajoy, que ha sido el primero desde el 78 en decir ´no´ a los separatistas. Impresiona ver a una ministra popular defendiendo los mejores valores de su partido.

Y, por cierto, este trío de damas pertenecen, por si el lector no se había percatado, a partidos diferentes. Son distintas, incluso adversarias, pero unidas en su amor a España, a la libertad y la igualdad. Y, además, ganan elecciones: en Cataluña, en Andalucía y en Castilla-La Mancha respectivamente. No son, pues, meras heroínas por lo que proponen sino que gozan de amplios apoyos populares. Y esa es la mayor esperanza: ni siquiera ellas, sino lo que ellas representan.