Incluso los que no somos de ciencias hemos aprendido en estos últimos tiempos que todas las cosas importantes que suceden a nuestro alrededor (especialmente las aplicaciones tecnológicas que nos acompañan en nuestro día a día) son fruto de algo indescifrable para un simple mortal llamado algoritmo.

Si cuando nos subimos a un avión miramos inquietos al señor del asiento de al lado pensando si habrá pagado menos que nosotros por el billete, o más (lo que sería una noticia reconfortante para la tan poco reconfortante experiencia de volar en low cost), ello es porque sabemos que hay un algoritmo que va modificando los precios en función de las estadísticas de demanda para ese vuelo y teniendo en cuenta la evolución de la ocupación real.

Por lo demás, lo que está detrás de historias de éxito como la de Google no es otra cosa que un refinado algoritmo que permite predecir cada vez de forma más exacta lo que realmente estamos buscando, aunque seamos tan lerdos como para ni siquiera saber escribirlo (de ahí el que te proponga, por ejemplo, unos términos de búsqueda diferentes a los que has puesto tú en su buscador). Complejos algoritmos están detrás de servicios de movilidad como los de Uber o Cabify, que superan con creces la capacidad predictiva de las teleoperadoras del radiotaxi a la hora de saber cuanto tardará en llegar al sitio donde se le reclama. Ni que decir tiene que siempre tarda mucho más. Y si tarda menos y tú no estás, el taxista coge a otro pasajero que pasaba por allí y a ti que te den. Así que los taxistas deberían protestar menos en forma salvaje y fabricar un algoritmo para poder competir en igualdad de condiciones con sus oponentes tecnológicos.

Si el AVE funcionara con un algoritmo similar a los de los aviones de low cost, el coste de los billetes iría oscilando permanentemente, subiendo en consecuencia los niveles de ocupación y aumentando, de paso, la rentabilidad del invento. Pero pedirle al ministerio de Fomento que aplique un algoritmo a la venta de billetes en un transporte público es como pedirle peras al olmo. A lo más que llegan en la Renfe es a sacar paquetes de billetes a bajo precio en temporada baja. Para eso prefiero lo de los días azules, que eran casi todos los días del año menos aquellos que tenían más demanda. Pero te vendían que había muchos días baratos, cuando la verdad es que lo que había era algunos días caros. Lo que demuestra que el marketing llegó hace tiempo a las empresas públicas, afortunadamente. Pero parece que lo del algoritmo debe esperar todavía un tiempo.

Los algoritmos parecen algo tan increíblemente útil y práctico que por lo visto nos van a ayudar a encontrar extraterrestres en el espacio lejano. Esta semana nos hemos enterado de que Google y sus algoritmos, utilizando para variar el machine learning (otro anglicismo que nos ha penetrado por donde más nos duele este año) han sido capaces de encontrar un planeta escondido en una estrella bautizada por los astrónomos como Kepler-90. Los seres humanos habían sido capaces de encontrar siete planetas hasta ahora. Google y su algoritmos han descubierto el planeta octavo, lo que convierte a dicho sistema solar en un primo hermano del nuestro.

Pero lo mejor de esta noticia, sobre todo para amantes de la ciencia ficción y los incasables cazadores de ovnis, es que va unida a la predicción de que, en quince años, este algoritmo de Google habrá aprendido de los datos y mejorado lo suficiente como para detectar trazas de vida extraterrestre a estas distancias (2.545 años luz) o más. Estos signos vitales no serán estrictamente marcianitos con antenas en forma de trompetilla, sino más bien perturbaciones químicas compatibles con la existencia de seres vivos.

Que un algoritmo sea capaz de detectar una flatulencia de minúsculos microbios a miles de años luz, debería augurar la posibilidad de resolver cosas más cercanas pero no menos intrascendentes como quién podría ser mi pareja ideal antes de embarcarme en un compromiso a largo plazo o cuál debería ser la combinación genética necesaria para tener un niño o una niña susceptible de ganar la enésima y mortalmente aburrida edición de Operación Triunfo.

Hace unas pocas décadas, al compañero del instituto que expresaba su intención de estudiar la carrera de Ciencias Exactas lo mirábamos igual que a un pobre diablo que fuera a tomar los hábitos de alguna desconocida orden religiosa. Lo de dedicarse a las matemáticas parecía un destino digno de pobres vocacionales o de gente con escaso sentido de la realidad. Mira por donde, ahora resulta que una de las carreras sin apenas paro es precisamente la de Exactas. Y ello se debe ni más ni menos a la necesidad que tendremos todos los seres humanos en el futuro de disponer de un algoritmo hasta para encontrar el camino para ir al cuarto de baño de nuestra casa. Porque, por muy extraña que se la cosa que se nos ocurra, siempre habrá un algoritmo para eso.