Un buen movimiento táctico, como el de Mariano Rajoy al convocar elecciones inmediatas tras su simulacro de desembarco en Cataluña, puede resultar un desastre si no va más allá de sí mismo, si no sirve a una estrategia ganadora.

Y, menos aún, si no sirve a ninguna. Cuando hice la mili, de la que tanto renegué, y a la que tanto echa de menos hoy España, me enseñaron a distinguir entre estrategia y táctica. Según mis ya lejanas lecciones para acceder al grado de Sargento de Comunicaciones (a los de Letras nos mandaban a Ingenieros a tirar cable y hablar por teléfono, que se suponía era lo único para lo que servíamos), la estrategia sería el plan general ideado para intentar ganar una guerra. Y la táctica, los movimientos concretos de tropas que permiten que esa estrategia alcance su fin y la victoria. De esto saben mucho también los jugadores de ajedrez, los seductores fracasados y las mujeres. Se puede, tácticamente, sacrificar un peón, perder una batalla, irte a tu casa solo como un perro. Pero lo que no se puede es hacer un movimiento táctico muy brillante para acabar jugando a la ruleta rusa con el futuro de tu nación. Y con que siga siéndolo.

Si lo que se pretendía era sólo sorprender a los separatistas (que ya se han recuperado) y repetir las elecciones, en la esperanza de que dos millones de fanáticos vieran la luz y se convirtieran de golpe (nunca mejor dicho) a la democracia y al amor constitucional, entonces el movimiento habría sido acertado. Y así fue aplaudido por todos los tacticistas que pueblan nuestra bien pertrechada clase política. El problema es que los tacticistas, los hombres de un permanente cortoplazo son los que nos han traído hasta aquí, los que en tantas ocasiones no vieron más allá de la siguiente legislatura o los próximos presupuestos.

Y, mientras, los nacionalistas seguían un muy meditado plan, una estrategia a treinta años vista, a cuyo servicio desplegaron toda su inteligencia táctica: el control de la educación, cedida por el Estado central, forzando además la marcha de todos los profesores venidos de otras partes de España; la imposición del catalán como lengua única de la cultura y la Administración; el despliegue de una política internacional propia; la conversión de casi todos los medios de comunicación en sucursales de la Generalitat; y la compra, directa o indirecta, de destacados charnegos para hacer visibles las ventajas de todo tipo que esperaban a los convertidos como Montilla o Rufián. En fin, la lenta construcción de un estado que suplantara al Estado y que no dejara huella de lo que una vez fue España en aquellas tierras que siempre lo fueron. Y nunca encontraron para ello mejores aliados que aquellos, nosotros, cuya derrota y expulsión buscaban.

Y a todo eso, a 36 años de pujolismo creciente, a la ocupación completa de una sociedad, a la implantación de una tiranía ideológica xenófoba y racista que no dejaba más resquicios que el de unos cuantos opositores condenados al destierro o al exilio interior, cuando no la persecución, han pretendido hacerle frente Rajoy y su ¿aliado? Pedro Sánchez con mes y medio de 155. Y falso, porque haber dejado TV3 intacta ha sido como prohibir el nazismo y dejar a Goebbels suelto.

Si hubiera habido una verdadera estrategia, si de verdad se hubiera querido impedir un nuevo ensayo secesionista, mañana o dentro de diez años, habría debido agotarse la legislatura, propiciar una reforma constitucional que recuperara la educación y las políticas lingüísticas, y definir para siempre las competencias exclusivas del Estado. Y si el PNV se hubiese empeñado en impedir los presupuestos para ayudar a sus primos de la otra raza superior, que le fueran dando al PNV y a su Concierto económico. A ver quién pierde más. Pero cambiar presupuestos por la ruleta rusa del próximo jueves es lo de siempre, prolongar la agonía, seguir jugando a que la pistola esté descargada y a que todos pongamos cara de no saberlo.