Mi matutino y siempre madrugador amigo Antonio Casado disertaba el pasado domingo en esa ´revolución pendiente´ que abandera cada semana sobre cómo un gato encaramado a un árbol provocaba el colapso de los teléfonos de los servicios de emergencias, incluso varias horas después de que el minino hubiera sido rescatado por los bomberos. Desconozco si Antonio era consciente, cuando escribió esas líneas, de que se iba a aprobar por unanimidad en el Congreso de los Diputados una normativa para darle a los animales la categoría de seres vivos y no de cosas, lo que implica que tienen derecho, entre otras cuestiones, a una custodia compartida en caso de que se produzca la separación de sus dueños.

Es irrisorio que necesitemos plasmar por escrito algo tan obvio como que un ser vivo sea considerado y tratado como tal en pleno siglo XXI. No obstante, al igual que señalaba mi letrado amigo, considero que los humanos debemos establecer prioridades y que la saturación de las comunicaciones de quienes deben responder ante situaciones de vida o muerte porque un lindo gatito está apurado en la rama de un árbol no es de recibo. Ahora bien, resulta complicado censurar a los numerosos llamantes reclamando el rescate del animal, cuando los propios diputados consumen el tiempo que les hemos concedido para gobernarnos en asuntos tan relevantes como determinar lo que es una evidencia, hasta llegar al extremo de equiparar a las mascotas a un hijo a la hora de establecer la custodia en caso de divorcio.

No me gustan los animales, tal vez sea más exacto aclarar que no me gusta tener mascotas, nunca me ha gustado. Recuerdo cómo me impactó ver a un colega llorar a moco tendido tras recibir la llamada de su abuela comunicándole que su perro había muerto. Sé que algunos se me echarán encima, pero no soy ningún insensible y entiendo que pueden crearse vínculos de afecto con una mascota. Y, por supuesto, considero que nada justifica maltratar a un animal porque sí, pero no por ello dejaré de pensar que siempre hay que salvar al hombre antes que al perro en caso de que los dos se estén ahogando y sólo pudieras rescatar a uno.

De eso, de las prioridades ante la vida trata la nueva película de dibujos de Disney para esta Navidad, titulada Coco. No cometo spoiler si cuento que su protagonista irrumpe en un peculiar y entretenido mundo de los muertos, cuyos esqueléticos habitantes se diluyen en el aire como el polvo cuando ya nadie en el mundo de los vivos es capaz de recordarles, cuando todos sus familiares, amigos y conocidos también fallecen o, simplemente, se olvidan de ellos. Lo llaman la muerte final. De ahí, el valor que se le da a la familia en este magnífico y recomendable largometraje para niños y adultos.

Y de prioridades, de familia y, sobre todo, de realidad se le llena la boca cada vez que habla a Paco, impulsor y alma mater de Soldados de Ainara, el colectivo que ha creado con el nombre de su hija para vivir con esperanza y ofrecérsela a otras personas que se sientan tan perdidas y desasistidas como se sintió él cuando le diagnosticaron a su pequeña princesa el síndrome de cach. Ciertas personas apenas necesitan unos pocos minutos para darte una lección de vida y eso me pasó con Paco. Le conocí esta semana en las V Jornadas y Feria de la Solidaridad y la Inclusión Social, organizadas por la Universidad Politécnica de Cartagena. Me contó que su hija de 8 años padece una enfermedad neurodegenerativa grave que le diagnosticaron a los 3 años y que es incompatible con la vida. Paco podría haberse rendido, pero lleva cinco años luchando, haciendo todo lo humanamente posible para ayudar a su pequeña, consciente de que puede llegar un desenlace fatal. Su guerra y la de todo el ejército de soldados que quieran seguirle consiste en que Ainara sea feliz. Por eso, proclama con un convencimiento absoluto que la mejor de las terapias para su pequeña es poder disfrutar de un entorno en el que se sienta a gusto. «Cuando la acaricio, cuando juego con ella, cuando paso tiempo con ella, cuando le sonrío, mi hija consigue mover un dedo. No sé si es un impulso, un acto reflejo o yo qué sé, pero funciona, la mejor terapia para ella es hacerle disfrutar con un concierto, con un paseo, con una sonrisa. Tengo claro que lo más importante para Ainara es su entorno, su familia». Al escuchar a Paco, pensé en cuánto tenemos que aprender tantos padres.

Porque más allá del 155, de elecciones catalanas, de si España jugará o no el Mundial, de si Ana Belén Castejón y José López se resisten a dar el primer paso y romper un Gobierno que ya está hecho añicos para que no les acusen de tirar la primera piedra, más allá de que un pobre gato maúlle asustado entre unas ramas, hay personas, niños que nos necesitan, que no se merecen que nos quejemos ni una sola vez y, sobre todo, que requieren que nuestros esfuerzos y los de quienes nos dirigen no se pierdan en indignantes absurdos.

O podemos sobreproteger a los animales mientras destruimos familias incitando a niñas de 16 años a perder la confianza en sus padres en un momento tan relevante, en el que tanto necesitará de ellos, como segar la vida que lleva en su interior. Podemos apostar por la vida o podemos rendirnos y distraernos con maullidos y otros ruidos de animales de dos patas que nos encaminen al olvido de los nuestros, a la muerte final. Sí, Kike, ya sé que suena hortera, pero cuando me pregunto con quién quiero pasar la Navidad, tengo clara mi respuesta: en casa con mi familia, porque ellos y sus sonrisas son mi Gordo de Navidad, mis Reyes Magos y mi mejor terapia.