La elección del ministro de Economía Mario Centeno para presidir el Eurogrupo es un nuevo éxito internacional de Portugal, sumado a que el exprimer ministro Antonio Guterres ocupa la secretaria general de Naciones Unidas. Hasta hace poco Durao Barroso presidió la Comisión Europea y Vítor Constancio sigue como número dos del Banco Central Europeo. Es legítimo preguntarse por qué un país hermano que tiene menos de la cuarta parte de la población y del territorio de España obtiene tanto reconocimiento internacional.

O acaso valga decir, ¿por qué España obtiene tan poco? Javier Solana ocupó décadas atrás la secretaria general de la OTAN y Josep Borrell, Enrique Barón y José María Gil-Robles la presidencia del Parlamento Europeo. Pero eso ya acabó. Hay puestos ganados por portugueses a los que no ha tenido acceso un español. Tan cierto como que tras situar a Rodrigo Rato en la Gerencia del Fondo Monetario Internacional lo abandonó a los tres años sin explicación coherente.

Convendría abrir en la política actual un debate sobre esta realidad tan chocante entre el peso internacional de Portugal y el de España. ¿No será que Europa admira la forma en la que nuestro estimado vecino logró superar su crisis económica después de ser intervenido? ¿Tendrá que ver con la capacidad de los políticos portugueses de negociar y llegar a acuerdos, como demuestra el actual Gobierno del socialista Antonio Costas, en vez de esa inquina personal que recorre la política española? ¿No será que la exhibición de nuestros problemas internos, como el desgarro de Cataluña, perjudican internacionalmente, no solo la marca España y la marca Barcelona, sino también nuestras opciones de acceso a puestos preferentes de la política internacional?

Convendría saberlo. Las noticias de España en Europa y en América últimamente solo se relacionan con la crisis catalana. Y las funciones diarias de Carles Puigdemont en Bruselas, renovando el espectáculo, garantizan los titulares. Hasta el día 21 de diciembre, fecha electoral, tenemos ración catalana asegurada y, si las encuestas aciertan en lo que pronostican, vamos a una ingobernabilidad que alargará la crisis.

Es verdad que los sondeos no suelen acertar, entre otras cosas, porque los encuestados mienten, o sufren de amnesia. Si en las elecciones de 2015 votó en Cataluña al Partido Popular el 8,5% del electorado es extraño que solo la cuarta parte lo recuerde. Definitivamente hay mucho voto oculto. Por si acaso, Rajoy ha intensificado su presencia en Cataluña porque teme un efecto ´voto útil´ constitucionalista en favor solo de Ciudadanos y PSC. La batalla entre estas dos formaciones por ganar votos en el antiguo ´cinturón rojo´ de Barcelona, que Inés Arrimadas quiere transformar en ´cinturón naranja´, es uno de los epicentros de la campaña. Ha sorprendido que el exprimer ministro socialista francés, Manuel Valls, nacido en Barcelona, haya optado por apoyar a Ciudadanos, en un acto del próximo fin de semana con Mario Vargas Llosa, en vez de apoyar al PSC cómo se había anunciado. A distancia se intuye el efecto Macron. Valls quiso entrar en las listas del nuevo presidente francés, quien no le abrió las puertas pero le favoreció su reelección al no presentarle un candidato enfrente en el distrito por el que Valls es elegido desde hace años.

Entretanto, crecen las tensiones en el bloque independentista. Puigdemont considera que, si hay mayoría suficiente, él debe seguir presidiendo la Generalitat y Esquerra Republicana le niega ese privilegio de antemano.

Es todo muy sobrenatural. El expresidente huido se cree llamado a ese puesto por alguna indicación divina y Oriol Junqueras desde la cárcel envía misivas que reiteran el «somos buena gente», como si la campaña fuera de eso.

Máxima tensión con el candidato Xavier Doménech (Colau-Iglesias) mostrando la llave del nuevo Gobierno. Ojo, porque esa pieza puede ser una llave, o una espoleta para alguna formación y sus dirigentes. A cubierto.