Cercana la Navidad, con la llegada de los primeros fríos por estas tierras, cálidas y siempre resecas, el personal, por falta de costumbre, tirita ante la humedad gélida que entra por los pies y cala los huesos. La gente protege sus débiles carnes con abrigos, toquillas, tabardos, bufandas y pieles, sintéticas o naturales, aunque cada vez éstas últimas sean menos usuales gracias a la labor de los defensores de los derechos de los animales.

Durante cuatro décadas aproximadamente y más en los caballeros que en las damas, la cabeza quedó desprotegida de los rigores de las bajas temperaturas. Fue en los inicios de posguerra y gracias a la sombrerería madrileña Brave, la que lanzó el conocido eslogan de Los rojos no usaban sombrero, que hacía sospechoso al que no lo llevara. Los sombreros fueron utilizados en la testa de los caballeros hasta bien entrados los años cincuenta, si bien los alopécicos nunca llegaron a renegar del todo de ellos al igual que los muy frioleros o los reacios al abandono de las tradiciones más ancestrales.

Los sombreros vuelven a estar de moda en nuestros días: gorros de lana, sombreros de ala ancha, estrecha o flexibles han regresado por sus fueros, aumentando la personalidad y el estilo de quienes lo portan. Han sido las féminas las primeras en resucitar la agradable calidez y el encanto de una cabeza cubierta. Todos los estilos de gorros, sombreros y gorras han vuelto para cubrir las testas de los varones con una excepción: la boina.

La boina no es otra cosa que una gorra sin visera, redonda y chata, de lana y de una sola pieza cuyo valor viene marcado por su forro. La boina siempre ha sido el sombrero de la clase proletaria desde los inicios del siglo XX. Ha sido el pelo de los calvos; imagen y bandera de los revolucionarios como Fidel y Che Guevara. Apéndice de sosiego y calidez cultural en las cabezas de Zuloaga y don Benito Pérez Galdós. Ajena a la chapela, de mayor diámetro, encuentra su singularidad en el rojo de las boinas navarras, que cubrieron de encarnado los campos de batalla en las Guerras Carlistas, dotando a Zumalacárregui de bizarra apostura. Imaginaria protección del ramo del andamio; de esforzados agricultores bajo el sol, la lluvia o la nieve; de pescadores en la mar. Los tontos de pueblo calaron sus boinas, capadas o sin capar, hasta las cejas con estilo entrañable. Símbolo inequívoco de la España machota (que no machista) ante el aluvión de turistas que llegaban a una España diferente. La boina sufrió una mutación patriótica al ser adoptada por las Fuerzas Armadas, por la versatilidad y apostura que confiere tan sencillo complemento, siendo pionera en su uso la brigada de paracaidistas. Con la llegada de la democracia, la Policía Nacional la vistió de anodino color marrón. Cuerpos especiales del Ejército y orden público gastan con majestuosa apostura la modesta boina.

Cálida, cómoda, sin envaramientos, plegable (cabe en un bolsillo) llega a convertirse en una segunda piel o cuero cabelludo, según se mire: calada, a la francesa (leve tirón hacia atrás), ladeada o al gusto del usuario, siempre fue muy del agrado del clero en sus horas de asueto (el cura Maurandi y Juan Pablo II la utilizaron) hacen de la boina el complemento ideal para el frío invierno por llegar.

Debe de ser que por tan excelsas virtudes, algunos como yo nos cubramos con una boina incluso en las dulces horas en las que caemos en los brazos de Morfeo arropados por su calor y humildad.