No sé si serán cosas de la edad, pero confieso que cada vez encuentro un encaje peor en este mundo. Que a medida que pasa el tiempo y echo la vista atrás, experimento un desasosiego tal que a menudo me pregunto qué ha sucedido para llegar a este punto de casi no retorno. O, si desde otra perspectiva, qué deberá de ocurrir para que ese malestar interior deje paso a una quietud hasta ahora desconocida.

Otrora intentaba buscar la perfección en las actitudes y comportamientos humanos, hasta que descubrí que las expectativas rara vez se cumplían porque el listón lo situaba en lo más alto de lo humanamente posible. En ese lugar al que es prácticamente imposible llegar puesto que el camino se estrecha hasta fundirse en una pared a la que era incapaz de enfrentarme. El vértigo era la respuesta a la que llegaba cuando pretendía traspasar ese obstáculo que alguien (o algo) había colocado en mitad del paso. Bueno, en realidad más tarde halle la respuesta: lo había colocado yo mismo.

Una vez hallada la respuesta a un buen puñado de esas expectativas no cumplidas (refutación que además se resumía en la conveniencia de abandonarlas para poder seguir adelante), depositaba la voluntad en esos supuestos ideales que hasta entonces habían coronado cada uno de los pasos avanzados desde el momento en el que atisba la consciencia una vez traspasada la adolescencia. Voluntad y realidad no maridan bien en el mundo de la acción consciente. La primera no es suficiente para alimentar el comportamiento. La segunda es siempre palpable, pues no en vano se trata del entorno vital en el que se despejan los falsos mitos y los sueños irrealizables. Por ello resulta tan certero dejar que cada una vaya por su cuenta y descubran, en el momento que corresponda, cuándo deben coincidir (si está determinado que ello suceda).

Dejados de lado los modelos humanos y los ideales voluntariosos repletos de irreales vías a lo desconocido, en el camino surgen los tentadores cantos de sirenas de los placeres primarios. Gozos que apenas son capaces de cubrir los poros de un plano real que busca la serenidad. Por más terco y testarudo que se pretenda ser en mitad de un contexto desapacible, resulta imposible alcanzar el cénit ansiado de ese equilibrio en el que todo sea paz, sosiego, descanso, reposo€ quietud. Por más empeño y esfuerzos empleados en degustar esos deleites mundanos, en el que los instintos y emociones campan a sus anchas en busca de respuestas, sigue siendo un vano intento en la ruta que pretende alcanzar esa meta tan ansiada.

Posibilidades no cumplidas. Ideas preconcebidas que jamás encontrarán acomodo en el mundo real y consciente. Valiente empeño de esfuerzos baldíos, improductivos, yermos, inútiles. Energía derramada en mitad de escenarios oscuros, inabarcables e infecundos. Todo ello en un errático viaje a una Ítaca que está más cerca de lo imaginable. En la proximidad de la consciencia a la que se llega sin pretender arrancar algo que no termina de desprenderse hasta que tenga que hacerlo de forma natural. Por más ahínco al que nos empeñemos, como el de aquel lejano amigo que reclamaba sentir como una exigencia de niño insatisfecho ante el vacío que experimentaba cada día. Nada sucede por casualidad. La causalidad es manifiesta. Cuando llega. Sin avisar. Y con ella, la serenidad.

La paz.