Viajar por trabajo con los gastos de kilometraje pagados y dietas incluidas es una de las cosas que más alegría le dan a uno. Al menos, antes de iniciar el trayecto, porque luego las horas de carretera hacen que acabes derrengado. Por suerte, me libro de conducir en la mayoría de estas expediciones, ya que mi compañero Francisco se encarga de manejar el volante. Entre nuestros colegas de profesión corre la leyenda de que un día fuimos a Almería en una furgoneta C15 blanca, sin aire acondicionado, y por carreteras secundarias. De ese viaje, solo aclararé que íbamos vestidos con traje y corbata. Lo bueno de estos tiempos es que el copiloto puede dormirse plácidamente, que para dar indicaciones ya está el GPS. No obstante, en muchos de estos viajes, el padre de mi amigo, al que cariñosamente llamamos Francis, suele venirse con nosotros. Él se lleva la ruta impresa en papel desde casa, una cosa que nunca terminaré de entender, porque, al final, entre los papeles y el Tom Tom, siempre acabamos perdiéndonos. Y hasta hay ocasiones en las que llegamos al destino circulando por alguna carretera embarrada, por la que pasan más animales que automóviles. De todos modos, siempre llegamos puntuales. En mitad del trayecto, solemos parar a llenar el estómago en alguna venta típica de carretera, a la que solemos llegar por casualidad. Llevamos ya unos cuantos menús en el cuerpo, y, la verdad, siempre hemos comido fenomenal; aunque, una vez, paramos en un sitio camino de Madrid, del que salimos sin pedir ni un vaso de agua. Menos mal que llevábamos sobrasada y pan moreno en el maletero.