Suele reconocerlo pero la evidencia es palmaria. Pese a las cuatro décadas de andadura democrática, España no acaba de estar a la altura de las democracias más avanzadas del mundo. Podremos mirarnos al ombligo cuanto queramos pero mientras en Alemania dimite un ministro por copiar una tesis doctoral, aquí, por idéntico motivo, le encumbraríamos a los altares, por pillastre y sirvergonzón. Habrá muchas y variadas razones que justifiquen nuestras severas carencias democráticas, de cuyo análisis ya se ocupan antropólogos, historiadores, sociólogos, politólogos y demás peritos en la materia.

Es otra causa, no menor, la que singularmente llama mi atención. Reconozco mi amor por la palabra como instrumento de la razón y niego su valor si a la verdad no hubiera de servir. La falsificación de los hechos y de la Historia, el uso espurio de las palabras (también de sus silencios) y el secuestro del lenguaje por parte de determinados estratos ideológicos están tras muchos de los males que afligen a nuestra democracia. La palabra, errónea y diabólicamente empleada, distorsiona de tal modo la realidad que la hace inabordable.

No debe extrañarnos que ninguna administración haya apostado de veras por una educación pública, informada por los principios de igualdad de oportunidades (que no de reconocimiento académico), calidad y excelencia. La ignorancia y la inexistencia de capacidad crítica harán que seamos más vulnerables. Serán las élites (que sí han recibido una excepcional formación) quienes, llegados al poder y con la despreciable finalidad de preservar sus intereses, harán de la mendacidad y el lenguaje instrumentos para atrincherarnos, para suscitar nuestros más bajos instintos y tenernos allí donde justamente quieren que estemos. Nada mejor que algunos ejemplos para hacerme entender.

El fascismo surgió en Italia de la mano de Benito Mussolini y podríamos definirlo como un movimiento totalitario y centralista que niega la libertad del individuo y que usa, si fuere menester, la propaganda y la violencia. En nuestros días, la acepción fascista se usa con una ligereza y desconocimiento sorprendentes. Bastará con sentirse patriota, lucir una determinada estética o exhibir motivos rojigualdas para que cualquier mentecato te tilde de facha o totalitario. Ese mismo necio, en un ejercicio de cinismo o ignorancia superlativos, hará de felpudo de algunas repúblicas socialistas que, en justicia, sí merecerían el reseñado calificativo. Poco o nada importa que el duce de turno vista de chándal o de impoluto uniforme castrense.

¿Por qué llamamos progresistas a opciones ideológicas que, en reiteradas ocasiones, han propiciado más paro y decadencia?

¿Qué diablos hay de evolución en corrientes que sacralizan a los animales y ningunean la vida humana desde el mismo instante de la concepción?

¿Qué hay de civilizado en un mundo que destruye su propio hábitat?

¿Por qué nuestra izquierda, como la francesa, no puede sentirse razonablemente patriota?

¿Por qué llamamos liberal a un Estado que se confabula miserablemente con el poder y abandona a su pueblo?

¿Por qué al término conservador se le confiere un valor peyorativo si lo que se desea conservar bien merece la pena?

¿Por qué muchos llaman matrimonio a muchas uniones heterosexuales donde sólo hay papales y apariencia y lo niegan donde media el amor y el respeto entre personas del mismo sexo?

¿Quién fue el enfermo que confundió la homosexualidad como una patología?

¿Por qué juzgamos a las personas por su apariencia? ¿Acaso las rastas o la gomina revelan la esencia de un ser humano?

Remar contra el curso de las aguas es extenuante pero muy reconfortante. Me niego a dejarme arrastrar por esta corriente de falsedad, manipulación e ignominia. A la vista está, para quien quiera ver, que los fosos ideológicos (y semánticos) procuran cuantiosos frutos a los atrincherados.

Se habla de la libertad de expresión, de manifestación, de asociación, de voto, etc. Prestamos excesiva atención a la preposición de pero olvidamos otra más decisiva: para. No debiera pasar un sólo día sin dejar de preguntarnos qué sentido queremos darle a nuestra libertad o para qué fin deberían servir nuestros derechos. Se nos concede una aparente libertad para, después, sutil y gradualmente, sumergirnos en la angustia y la zozobra. Esto hará que busquemos trincheras que nos proporcionen amparo y seguridad. Para cuando vayamos a darnos cuenta, habremos renunciado a la verdadera libertad, a aquella que da sentido a la vida. Comencemos por llamar a las cosas por su nombre. ¿No les parece?