Un crimen provoca el desgarro entre los allegados, la conmoción en su entorno y la incredulidad de la sociedad. De un modo siniestro las noticias de sucesos sirven para poner de relieve los límites (en este caso atroces) de la capacidad del ser humano. Todavía resulta espeluznante que diecisiete años después se ignore cuál fue el móvil que llevó a un adolescente a asesinar a sus padres y a su hermana con una catana en su casa. El caso Rabadán dejó, además de un barrio traumatizado, muchos interrogantes a los que el tiempo todavía no consigue dar respuestas, y cuya reflexión bien merecía la oportunidad de que sea rescatada años después en un documental. Máxime cuando es el propio protagonista (el asesino) quien aporta su testimonio. La necesidad de comprender, de intentar saber por qué razón mató a su familia, continúa pesando hoy día, tal y como comenta uno de sus amigos («No buscaba la justificación, sino entenderlo»). ¿Por qué lo hizo? ¿Qué diantres pasó por su cabeza para cometer tales actos? «Fue mi cuerpo, pero no fui yo. La espada bajó sola». Las palabras de Rabadán suenan tan gélidas como desconcertantes. El paso del tiempo depara además otros interrogantes que no sólo le atañen a él, sino también a nosotros. ¿Está preparada la sociedad para afrontar que vuelva a vivir en libertad? Rabadán fue juzgado, condenado y cumplió su sentencia. A efectos judiciales, él ha expiado su pena; a efectos personales, esa es una pregunta íntima. Pero, ¿y nosotros como sociedad? ¿Estamos preparados para aceptar que es un hombre reinsertado y que tiene derecho a una segunda oportunidad?