Los niños duermen plácidamente en la parte de atrás del coche. Ha esperado a que él se fuese a trabajar, los ha metido en la ducha, les ha puesto el desayuno, les ha dicho que hoy no irían al colegio, ha cogido cuatro cosas y la medicación del pequeño y los ha metido en el coche sin destino, con urgencia y sin remedio.

Ella escribe cuentos a escondidas. Se esconde siempre para sus tonterías: pintar, leer, escribir, soñar. En sus cuentos podemos leer frases como «No haces enfadar al monstruo, el monstruo se enfada» o «Un monstruo siempre es un monstruo, huye», «El monstruo se alimenta del dolor ajeno y, tarde o temprano, el monstruo sentirá hambre». Escribe estas frases sin saber muy bien por qué. Hasta anoche, que por fin las comprendió y tomó la decisión de marcharse, sin saber muy bien a dónde pero entendiendo, finalmente, por qué.

Conoció al monstruo siendo apenas una niña y se apiadó de él. Creía que podría salvarlo y a ello destinó su vida. El monstruo había crecido en un hogar sin amor y ella no podía permitir aquello. Muchos años después, él le confesaría que jamás había escuchado un ´te quiero´ de boca de sus padres. Nada más conocerse, él le dijo que su madre nunca lo besaba y así sucedió el primer beso. Y así empezó a quitarle la vida. Cómo no lo iba a querer.

La niña encadenó su vida a la del monstruo. Sus pies se hundían cada vez más en la tierra y tenía que elevar mucho su mente para poder dar algún paso.

El monstruo se metió en su cama y comenzó a robarle el sueño y, lo que es peor, los sueños.

El monstruo cuestionaba todo: su forma de vestir, sus palabras, sus amistades, sus decisiones. El monstruo la hacía sentir pequeña, torpe. Nada de lo que hacía, lo hacía bien. No sabía hacer la compra, no sabía colocarla, no sabía lavar la ropa, ni tenderla, ni plancharla. El monstruo decidía qué comía y cuándo, si podía salir y con quién. Por amor comenzaron sus renuncias. Dejó de salir con sus amigas, renunció a los viajes de estudios, a estudiar la carrera que deseaba por no trasladarse a otra ciudad, a trabajar. Renunció a sí misma, pero nunca, nada, era suficiente para él. El monstruo no era feliz y ella sentía que estaba fracasando.

Ella siempre justificaba al monstruo. Está cansado. Está estresado. Es infeliz.

El monstruo se enfadaba por cualquier cosa, el cualquier momento y ella nunca lo veía venir. «Hasta que no me pongo así no paras», «Parece mentira que no me conozcas», «Parece que te gusta verme así», le decía.

Ella siempre estaba bajo sospecha. «Eso me lo tengo que creer porque tú lo digas». Le hacía preguntas que no sabía ni cómo responder. La interrogaba hasta que perdía la razón, la noción de cómo habían sucedido realmente las cosas, su mente se llenaba de niebla.

En numerosas ocasiones ella deseó que el monstruo la golpease. Así tendría pruebas suficientes de su maldad. Alzaba la voz, golpeaba objetos, muebles, pero nunca a ella. ¿Y si todo era a causa de su extremada sensibilidad? ¿Y si realmente era una niña mimada como él le decía? ¿Y si tenía mucho cuento? Quizá él tenía razón.

Tan pronto le decía que era lo mejor, como que era lo peor. Y ella, cada vez, se sentía más lo segundo.

Llegaron los niños y la sombra del monstruo se extendía sobre ellos. Los niños preguntaban asustados a la llegada del colegio: «¿Está papá? ¿Ha dormido hoy la siesta?». No podían hablar en voz alta, ni reír en voz alta. Afortunadamente, el monstruo pasaba las horas encerrado en su habitación. Creía que ellos podrían reforzar su vínculo, pero sucedió lo contrario, las disputas aumentaron. Ella tampoco sabía criarlos. Los estaba haciendo unos blandos, como ella. Les estaba metiendo muchas tonterías en la cabeza.

¿Desde cuándo no era feliz con él? ¿Lo había sido alguna vez a su lado? Ella espantaba esas preguntas de su cabeza como quién espanta una mosca.

Pasaron los años en aquella anestesia emocional. Demasiados. Hasta la noche anterior. La niña por fin había aprendido la única lección que el monstruo le podía enseñar: decir adiós a aquello que nos daña, que en ocasiones debemos alejarnos para podernos encontrar.

Fin.