Después de un largo paseo solitario por la ciudad se llega a las calles de Rosana Sitcha, pero no cuando pasamos la primera vez sino, quizá, al volver, con la mirada empañada por los destellos del sol y las manchas de sombra, cuando se empieza ya a echar de menos el fulgor con el que empezó el día y, con la esperanza de que no se pierda, se descubre un reflejo inesperado. Entonces, en un instante, se escucha el eco de la ciudad. Hemos llegado a él a través del silencio.

Personas que buscan, que se pierden, tránsitos entre la parada del autobús y la oficina, parejas, terrazas, largas horas de fatiga laboral. A lo largo del día, el tiempo corre indiferente entre sólidas fachadas y escaparates diáfanos. Todo parece inmóvil y tranquilo en la vulgaridad de la vida corriente, pero detrás se adivina un cataclismo. La ciudad no es tan segura como parece. En cierto momento del día esas mismas calles se pliegan sobre sí mismas, como si el mundo se hubiera contraído de repente.

De esos instantes en los que la vida exterior se confunde, pierde el norte, como si diera una cabezada y al despertar no terminara de reconocerse en su sitio, están llenas las misteriosas pinturas de Rosana Sitcha, que se pueden ver en el Casino de Murcia hasta hoy día 30. Es la misma ciudad que atravesamos la que a la vuelta nos parece diferente y no sabemos por qué. Hay algo que no encaja, cosas que están donde no deberían estar. Y es inquietante porque solo ha habido pequeños cambios, casi imperceptibles, pero ya nada es igual. En su exposición, ella lo ha llamado ciudad reflejada.

Bajo el cielo blanco, cada cristal se transforma en un laberinto de sueños. Como si la vida interior se abriera paso por las fisuras de la luz en los espejos, podemos escuchar retazos de conversaciones y pensamientos de las personas detenidas en la acera brillante. El árbol de la acera trepa como una sombra perdida por el marco de la puerta del café, a través de la cual se ve a una chica de espaldas sentada en un rincón, pero su acompañante se diluye tras un reflejo como una tarde lejana que deseamos recordar. Las cosas se duplican en las ventanas y, deformándose apenas y ocupando lugares incongruentes, nos desvelan nuestra propia inestabilidad. En la inmovilidad de la ciudad, ahora somos nosotros quienes nos sentimos observados. Estamos fuera y quien nos mira es nuestro reflejo.