Casablanca es un prodigio que cuenta un montón de historias sin salir de un café.

El amor, igual que la guerra, ocurre solo en las miradas. El argumento va enhebrándose con silencios y secretos, sin más escenas del pasado que las de París. «Siempre tendremos París» ha sido el santo y seña del paraíso perdido para varias generaciones. Y detrás de tanta remembranza se esconde del verdadero argumento de la película, el de unos náufragos atrapados en el desierto, que han logrado cruzar el Mediterráneo para escapar de la muerte. Y fuera del café, que es una especie de varadero de almas en pena, solo hay unas pocas escenas exteriores, entre ellas la de la cola de los desterrados que tratan de conseguir papeles en la ventanilla de la comisaría para abandonar el territorio francés. Todos son blancos, más o menos afortunados, que alimentan la esperanza de huir en el avión de Lisboa. Ahora, cuando Casablanca cumple 75 años, los habitantes de aquellas mismas tierras africanas sueñan con hacer el viaje de vuelta por el Mediterráneo. La guerra y la paz cambian de escenario con el paso del tiempo y, aunque nunca son las mismas, sus víctimas siempre buscan la salvación en el mar. La diferencia es que ellos no solo se juegan la vida por conseguir un salvoconducto, como los personajes de la película, sino que desafían a la muerte embarcándose en una patera que les conduce muchas veces hacia un destino trágico.