En una semana se han presentado dos proyectos de reforma constitucional. Primero lo hizo un grupo de catedráticos de Derecho Constitucional y Administrativo, cuyo primer firmante es Santiago Muñoz Machado. Con él van colegas de la Complutense de Madrid y de otras universidades españolas. Ignoro si hay alguna razón para que todos pertenezcan a Cataluña, Madrid, Andalucía y País Vasco. Ninguno de las universidades valencianas o gallegas. El otro proyecto de reforma constitucional lo presentó Carolina Bescansa el miércoles pasado y fue saludado como un reto a Pablo Iglesias. Al haber sido retirada de la Comisión Constitucional abruptamente, según los modos del grupo dirigente de Podemos, Bescansa ha querido dejar constancia de su diagnóstico de los problemas constitucionales de España.

En este artículo voy a analizar el trabajo de Bescansa, para dedicar el artículo de la semana que viene al proyecto presentado por el grupo de catedráticos. Si deseo seguir este orden es porque la propuesta de Bescansa es integral, mientras que los catedráticos nos proponen una reforma del modelo territorial. Así las cosas, la diferencia fundamental entre ambas propuestas es que la de Bescansa supone la apertura de un proceso constituyente. Por el contrario, los catedráticos se mueven en el ámbito de una reforma constitucional que mantiene el mismo poder constituyente que en 1978. Bescansa habla de «cambio constitucional» y no de reforma. Sugiere que las fuerzas que podrían proponer una reforma constitucional, PP y Cs, lo harían en un sentido 'recentralizador', mientras que considera que la posición del PSOE es imprecisa y abstracta.

Hay mucho de verdad política en aquella afirmación. El PP no quiere reformar la Constitución. La mutación constitucional que ha sufrido la Constitución del 78 sólo tiene un problema para sus aspiraciones históricas: la minoría nacional catalana. Le basta soñar con derrotarla para vivir en el mejor de los mundos posibles, con una dictadura de gobierno encubierta que maneja todos los hilos de un Estado administrativo y de un centralismo económico asfixiante. Por supuesto usará a Cs para derrotar a la minoría nacional catalana y luego colocarse en el centro respecto de las pretensiones de Albert Rivera de simplificar y disminuir el Estado. Al PP, mucho más consciente de los intereses de sus representados, le basta con el centralismo del presupuesto, dejando los servicios públicos costosos a las Comunidades autónomas y manejando un buen pellizco del PIB para sus exclusivos intereses. Así que Bescansa tiene razón: si queremos calidad democrática, deberemos alterar todo el entramado constitucional. Aunque sin mostrar los medios políticos para llegar a un poder constituyente que se ejerza sin limitaciones, Bescansa ha querido dejar claro que Podemos vino a la democracia española para reorganizarla en su totalidad.

Con cierto patetismo, Bescansa reconoce que esa promesa resta incumplida y lamenta que la necesidad de reforma proceda de las evidencias catalanas y no de las necesidades sociales, económicas, educativas, ecológicas y políticas de la democracia española. Así que todo sugiere que desea obligar a la dirección actual de Podemos a mover ficha. Si no tienen nada que decir sobre este asunto, se colocarán en una posición de dudosa solvencia política. Y en realidad, uno no ve a Espinar o a Olmos enfrascados en las sutilezas jurídicas en las que se implica Bescansa. En este sentido hemos de decir que el texto es sutil a pesar de su inevitable esquematismo.

La ambivalencia de si propone un poder constituyente o una reforma propia de poder constituido se despliega en una propuesta casi weberiana de una nueva forma de elección directa del poder ejecutivo. Digo weberiana porque persigue dos fines a la vez: reforzar su legitimidad de origen en un sentido plebiscitario y limitar sus competencias de tal manera que no se repita la situación actual de efectiva dictadura de gobierno. Como es natural, esta medida dejaría a la Corona fuera de juego. No resulta fácil proponer a la vez un presidente del Ejecutivo por elección directa y un jefe de Estado de naturaleza monárquica. Bescansa no lo dice, pero ese presidente se parecería mucho a un jefe de Estado al estilo norteamericano. Un detalle: le otorga el mando supremo de las fuerzas armadas. Por tanto, conviene decirlo con claridad. El proyecto de Bescansa implica la transformación del Reino de España en la república española.

Esta es la base de la nueva arquitectura constitucional. Ahora bien, para compensar este poder ejecutivo con fuerte legitimidad popular, Bescansa propone delimitar sus poderes y redefinir los propios del legislativo, el judicial y el territorial. Su idea es que la formación de ejecutivos elegidos por el Parlamento español ha sido el motor de la mutación constitucional, pues para formar mayorías el Gobierno se ve obligado a hacer concesiones oportunistas a minorías nacionales que han violado en el pasado, en el presente y en el futuro la igualdad de los españoles.

Y esa apreciación es real. Al establishment central no le importa hacer concesiones de un pastel que maneja en exclusiva, siempre que él reparta la tarta entera. Lo que no tolera es trocear el pastel y que él no lo distribuya. Es lo que se ha visto con el trato diferente al Gobierno vasco y al catalán. Ahora bien, para limitar los poderes del ejecutivo, Bescansa le retira la capacidad de nombrar al fiscal general, el manejo exclusivo del presupuesto, la decisión sobre la aplicación del 155 y la posibilidad de intervenir los municipios. Como la otra cara, concede a un Senado elegido por los territorios el control de todo el presupuesto social y de la legislación competencial de los territorios federados. Como representante de la unidad de pueblo, el presidente del Ejecutivo se concentraría en el gobierno de los intereses interlocales e interterritoriales. Sin duda, esto daría lugar a una mayor descentralización económica.

Por supuesto, para que todo esto prospere se debería cambiar la Ley Electoral en su totalidad. Cómo llegar a eso, hoy por hoy, resulta difícil de imaginar. Sin embargo, la mayor dificultad de la propuesta de Bescansa no es ésta, sino que reside en su ambivalencia constituyente. En efecto, Bescansa no deja claro quién convocará a este poder constituyente y qué tendrá que pasar para ello. El cambio se aprobará en referéndum, pero el texto dice que no sólo deberá aprobarlo el pueblo español, sino cada uno de los pueblos que integran España. Ahora bien, esos pueblos son los actualmente constituidos, y por lo tanto se supone algún nivel de continuidad con la Constitución del 78.

El borrador, sin embargo, habla de un «momento confederal trascendental y efímero». La experiencia dice que la legitimidad de origen no puede ser efímera. Si su inicio es confederal, me temo que así deberá permanecer el constituyente. La manera en que esto fuera compatible con un presidente plebiscitario no está clara, ni tampoco cómo conciliar un Senado confederal con un Congreso de unidad de pueblo. Estos asuntos son de técnica constitucional y tendrían que estar en manos de expertos, que deberían refinarlos, como el complejo sistema que propone Bescansa para el caso de que este cambio constitucional no fuera aprobado en un territorio. Pero un principio político confederal efímero posiblemente sea un oxímoron y no creo que tenga mucha verosimilitud.

Sería preferible asumir un poder de veto en el Senado por parte de minorías nacionales cualificadas. Esto daría a ese principio confederal su continuidad, sin entorpecer las acciones derivadas de la unidad de pueblo y de la igualdad de territorios. Pero quizá Bescansa sea realista al reconocer que la unidad de pueblo, propia del Estado federal, tenga que hacerse compatible con algunos elementos del principio confederal. En suma, se trata de una opción valiente, que busca equilibrios y que propone reformas quizá demasiado dependientes de los problemas actuales, pero sustanciales. El problema real es que no identificamos las fuerzas políticas capaces de emprender un curso de acción que nos lleve a un escenario político semejante.