Ser mujer es tener miedo. Ser mujer es vivir con miedo a caminar sola por la noche de regreso a casa, ya sea en las calles de una ciudad, en la frondosidad de un bosque o en la sequedad de un desierto. No importa el lugar y tampoco el tiempo, una mujer siempre está en peligro de ser agredida por uno o más hombres.

Ser mujer es también estar permanentemente expuesta a la posibilidad del acoso del varón, antesala de la agresión, que ejerce sobre ella algún tipo de poder.

Ningún varón conoce personalmente ese miedo. Un varón no sabe lo que es vivir en la inseguridad que genera la certeza de que, por ser lo que eres, por ser mujer, tu vida, tu integridad y tu dignidad siempre están en riesgo. Entre los delitos de odio, éste es el más reiterado y el más consentido; sin embargo, no es considerado como tal. Por eso, el miedo de una mujer va más allá de la mera agresión física.

La violencia de género, la agresión o el acoso a las mujeres son, aún hoy, hechos normalizados. Las causas, ya lo sabemos, son culturales, de una cultura extendida, patriarcal, que sobrepasa el tiempo y el espacio, las fronteras y las idiosincrasias; de una cultura en la que el poder del varón se impone por las buenas o las malas y en la que las mujeres son objetos de su propiedad para la satisfacción de sus deseos sexuales o de procreación. Pero no olvidemos el papel esencial de las mujeres en la transmisión de esta cultura del miedo a las hijas como mecanismo de protección.

En este contexto de violencia y de miedo, la víctima que sobrevive ha de afrontar una decisión en la que se dan miedos añadidos. Miedo a vivir en el sometimiento y en el sufrimiento que van asociados al silencio, cargado siempre de culpabilidad, o miedo a vivir el calvario que implican la denuncia y la publicación de la agresión. Cualquier mujer sabe que, de un modo u otro, con la denuncia pone en juego su credibilidad y se expone a que caigan sobre ella acusaciones varias, desde las de viciosa o incitadora a las de pusilánime o mentirosa, todas tendentes a exculpar al agresor o agresores y a culpabilizar a la víctima. Para colmo, a los abusos sexuales suelen añadirse agravios judiciales, como está ocurriendo el juicio de los Sanfermines. Por ese motivo, las mujeres sometidas a acoso o a violencia sexual han optado y optan en su mayoría por el silencio. Un silencio que ahora, sin embargo, parece haberse roto.

El caso Weinstein ha abierto una brecha y las denuncias por acoso sexual y violación empiezan a proliferar por todos los países. La última oleada de denuncias se ha producido en Francia y se refieren a quien fue presidente de las juventudes socialistas (MJS) entre 2011 y 2013. Acceder a las demandas sexuales de Marchal-Beck era condición sine qua non para la promoción dentro del partido. ¿A alguien le extraña?

Sí, las acusaciones de acoso sexual salpican también a los partidos políticos, que no son una excepción respecto al resto de organizaciones sociales. Las mujeres que, en nuestro país, militaron en partidos de izquierdas durante la etapa pre-democrática tendrían mucho que contar en este sentido.

La proliferación de denuncias públicas disminuirá, sin embargo, cuando dejen de ser noticia, pero el acoso y la violencia, acompañados del silencio de las víctimas, seguirán existiendo, porque hay mujeres, la inmensa mayoría, que nunca serán noticia. ¿Llegará un día en el que ser mujer no implique tener miedo?