Desde que The New York Times sacó a la luz el intento de acoso sexual sufrido por la actriz Rose McGowan por parte del productor de cine Harvey Weinstein, más de medio centenar de actrices han denunciado hechos similares, e incluso fragantes violaciones, por parte del susodicho personaje.

Entre estas actrices se encuentran algunas tan conocidas, y tan poco necesitadas de publicidad oportunista, como la conocida Angelina Jolie. El número y entidad de las denuncias hacen más que aceptable que el rijoso productor, creador e impulsor de sellos de cine independiente tan exitosos como Miramax, y descubridor de talentos tan reconocidos actualmente como Tarantino, esté sufriendo la enajenación y la condena al ostracismo más absoluto por parte de su propia empresa y de toda la industria cinematográfica americana

A esta primera salida forzada del armario de un acosador de actrices han seguido toda una cascada de acusaciones de lo que ahora parece una situación endémica de toda la industria cinematográfica, en cualquiera de sus rangos o especialidades.

Esta oleada de denuncias a toro pasado, y aprovechando la ola mediática, es por lo demás totalmente comprensible. No hay nada que avergüence más a una persona, hombre o mujer, que el haber sido víctima de un episodio de agresión sexual. El temor al estigma social que su conocimiento público acarrea suele ser el mejor aliado de acosadores y violadores. Aprovechar que otras víctimas sacan a la luz pública sus historias refuerza y anima a quienes han padecido situaciones parecidas a denunciarlas públicamente

Pero de todas estas historias que han salido a la luz en estas últimas semanas, una me parece especialmente sorprendente y chocante, tanto por el personaje, uno de mis cómicos preferidos, como por el mismo contenido de la historia denunciada. Se trata de Louis C. K., productor y protagonista al mismo tiempo de una serie repleta de humor, ironía y un peculiar cinismo titulada Louie.

Louis C. K. ha sido acusado por cinco mujeres, actrices aspirantes o cómicas incipientes, de haberse masturbado, o de intentarlo, delante de ellas. Él ha reconocido estos hechos, incluso ha hablado en su declaración de una sexta mujer cuya denuncia no habría salido a la luz, ha calificado sus actos como imperdonables, y ha pedido perdón a estas mujeres por haber defraudado su confianza y haber abusado de su posición dominante como estrella reconocida para intimidarlas y conseguir sus perversos propósitos.

En todos los casos, las acosadas contaron que el acosador les pidió previamente permiso para sacarse la minga del pantalón, sin esperar por lo visto a la respuesta afirmativa o negativa de la interpelada y procediendo sin más trámite al pajeo de rigor. La contumacia del comportamiento, idéntico en todos los casos, nos remite obviamente a un caso patológico de exhibicionismo pajillero que, en mi caso, se escapa a la más mínima comprensión o posibilidad de empatía.

El porqué a alguien le puede tanto masturbarse delante de una dama, ante su, como mínimo, expresión de absoluto asombro o, más probablemente, gesto de profundo disgusto, asco o angustia suprema, se me escapa completamente. Parece que, en varios casos, la afectada pensó que se trataba de un numerito más del cómico en cuestión. No sabemos si estos casos coinciden con la frustración del acto de masturbación en cuestión, pero en mi opinión parece bastante probable.

Puede que mi falta de empatía tenga que ver con la sobria educación recibida en un colegio de los Padres Franciscanos, el de Cartagena concretamente. Allí, el nunca suficientemente ponderado don Antonio Madrigal nos aleccionaba en los días de lluvia, situación meteorológica que imposibilitaba ocasionalmente seguir el curso normal de las clases de gimnasia al aire libre de las que él era el responsable, acerca de las trágicas consecuencias negativas del más que extendido y popular pajilleo adolescente.

No tengo conciencia de que el cerebelo de mis conmilitones quedara disuelto como azucarillo en el café caliente, tal como predecía que nos sucedería inexorablemente al masturbarnos nuestro puritano y preocupado profesor de gimnasia. También espero que los recientes acontecimientos no frustren definitivamente la carrera de Louis C. K., a costa de cuyo humor ácido y chirriante he pasado tan entretenidos ratos.

Creo que la moral bien entendida obliga a diferenciar entre el pecado y el pecador y, añadiría yo, entre el pecador y su obra artística, si es el caso. Personalmente, las opiniones políticas de alguien como Willy Toledo me parecen repugnantes, pero eso no impide que me parta el culo cada vez que veo una de las comedias que protagonizó. Está bien que seamos críticos con la conducta de las personas, pero hasta el más abyecto de los criminales puede por otra parte, y eso forma parte de la naturaleza humana, ser el autor de las creaciones más sublimes. Amén.