¡Qué suerte hemos tenido! Esa es la última frase que pronuncia el protagonista del esperado anuncio de la lotería de Navidad, mientras abraza a la chica extraterrestre de la que se ha enamorado a lo largo de los casi veinte minutos que dura la historia. Me sorprendió escuchar a unos tertulianos en la radio criticar la cinta dirigida por Alejandro Amenábar y, aún más, que resaltaran que no se entendía nada, que fallaba el mensaje y que la historia de amor entre un humano y una marciana era ridícula. «¡Es una chufla!», llegó a decir una de las comentaristas. Confieso que, antes de verlo, pensé lo mismo, que era una frikada juntar a un terrícola con alguien venido de otro planeta. «¡Anda que no habrá historias humanas en las que inspirarse para este spot publicitario!», me dije. No obstante, después de visionarlo y, sin ser ningún lumbreras, creo que el mensaje está más que claro y no es ninguna marcianada.

A estas alturas, supongo que casi todos han visto el anuncio y no creo que sea ningún spoiler revelar que la frase con la que el joven Daniel cierra la historia no se refiere a que le ha tocado el Gordo, sino a que ha encontrado a esa extraña chica de la que hacía días que no tenía ninguna noticia. En realidad, el director de Abre los ojos juega con ese doble sentido de las palabras y de las expresiones que tanto me gusta para destacar que hay cosas mucho más importantes en la lotería de la vida que ganar los 400.000 euros con los que están premiados los décimos del próximo 22 de diciembre y que no es el dinero el que da la felicidad.

El joven de la historia ve en la televisión que su número es el premiado y sale disparado hacia la administración donde lo compró. Pero Daniel no busca el dinero, busca a la chica que conoció en la cola en la que ambos esperaron para comprar sus décimos. Encontrarla es su auténtico premio. «¡Qué suerte hemos tenido!», exclama.

La mayoría de nosotros podemos decir lo mismo, debemos decir lo mismo, porque la lotería de la vida nos ha colocado en una situación en la que nuestras quejas se reducen a nimiedades, a cosas pequeñas que alteran nuestra comodidad o, simplemente, a que nos hemos levantado con el pie torcido y hemos decidido estar de morros todo el día. Y no tenemos derecho. Es cierto que los baches, los palos y las desgracias llegan, sin buscarlas y cuando menos te las esperas, pero la mayor parte del tiempo, si no nos miráramos tanto el ombligo, tendríamos más cosas que celebrar que motivos para lamentarnos.

Porque en esta lotería de la vida, otros llevan números que no han sido agraciados ni con el reintegro, que ni siquiera pueden soñar con optar a tener suerte. Porque nosotros hemos tenido la suerte de no ser ninguno de los más de cien inmigrantes que llegaron ayer al puerto de Cartagena, tras ser rescatados de esas pateras que son los décimos por los que pagan más de lo que tienen con la esperanza de que, al otro lado, de ese inmenso mar encontrarán su premio, una tierra prometida en la que no les prometemos nada.

Porque tenemos la suerte de no vernos envueltos en una lucha de clanes en un barrio marginado en el que han resuelto sus conflictos a tiros. Y tampoco vivimos ni trabajamos en una zona donde el miedo se respira, para desgracia de aquellos que se empeñan desde hace años por trabajar en integrar a todos para convertirse en el barrio que otros no les dejan ser.

Tenemos la suerte de ser uno de esos españoles que, según uno de esos estudios que no se sabe muy bien quién y cómo se hacen, nos gastaremos 613 euros de media las próximas Navidades, cuando, si bien es necesario celebrar una fecha tan señalada, al menos para quienes somos cristianos, igual de prioritario debería ser no dejarse vencer por ese consumismo exacerbado que arrasa con todo. Quizá sea demagogia o, simplemente, una utopía, pero si cada uno de nosotros destinara parte de ese dinero a que pudieran celebrarla también aquellos que no van a poder hacerlo, viviríamos en ese mundo mejor que todos nos deseamos en Navidad.

Nuestra suerte es poder disfrutar de una rutina que infravaloramos continuamente y a la que sólo le dan valor aquellos que la han perdido y que luchan para recuperarla. Suerte es levantarse cada mañana junto a tu mujer y darle un beso antes de despertar a tus hijas para llevarlas en brazos al baño y prepararse para ir al cole. Porque a mí me tocó el Gordo hace 14 años y volvió a tocarme por partida doble hace tres. Porque la vida es una lotería que nos da continuamente pequeños premios que, a veces, no sabemos disfrutar y otros más grandes que deberíamos esforzarnos por conservar.

Lo triste es que estamos rodeados de tanto ruido, de tanto debate, de tanto placer efímero, de tanto triunfo fácil, de tanto vivir la vida de los demás, que se nos olvida vivir la nuestra, que nos olvidamos de que lo que queremos todos es disfrutar el máximo tiempo posible de aquellos que queremos y que nos quieren. Y tiene que venir una extraterrestre a recordarnos que un décimo, cuatrocientos mil euros no son nada si ignoramos que nuestro premio en esta lotería de la vida que nos toca jugar todos los días es que los nuestros estén siempre ahí, pero también que nosotros estemos siempre para los nuestros.

Quizá es que cada vez somos más marcianos o tal vez es que no terminamos de entender para qué estamos en este mundo ni cómo conseguir que nuestro número sea ganador. No nos damos cuenta de la suerte que hemos tenido.