La lluvia cae, el sol se pone por poniente e Italia siempre es un rival temible en una Copa del Mundo. Un dogma imperecedero se resquebrajaba el pasado lunes en San Siro, cuando la selección italiana fue incapaz de salvar su trascendental duelo contra Suecia y se quedaba fuera del gran acontecimiento futbolístico del planeta por primera vez en casi sesenta años. Honores, ante todo, para Suecia, el verdugo y feliz clasificado. Las historias de los imposibles embellecen el deporte, pero un Mundial de fútbol sin Italia es una noticia (deportiva) asombrosa. Todavía muchos no nos los creemos. Como si nos dicen que el Madrid deja de jugar de blanco o que Rafa Nadal es realmente humano. Días antes del fatídico partido, en un diario italiano (según cita la agencia AFP) se comentaba que un campeonato mundial sin Italia "era más improbable que el aterrizaje en la Plaza de San Pedro de una nave espacial llegada de Saturno". El fiasco se ha sentido en tierras transalpinas como una hecatombe, como no podía ser de otra manera en un país que se considera inventor del calcio (para los italianos, los orígenes del balompié se remontan al Medievo florentino). El fútbol italiano busca ahora razones, causas y culpables para soportar el drama. Que su mejor jugador hoy día sea Buffon, el portero, tal vez constituya el primero de los síntomas en una azzurra que históricamente alumbró jugadores extraordinarios. El legendario guardameta dejó un dignísimo epitafio, aplaudiendo el himno sueco frente a los silbidos y dando la mano al adversario en el término del duelo. Su última imagen queda para la posteridad: las lágrimas de Buffon son el llanto de Italia.