Se había ganado con holgura el mote de Don Pésimo. Nuestro guardameta le parecía un baulero, los defensas tragaban, no había medio campo, los extremos no corrían, carecíamos de remate. Así, temporada tras temporada. Fichásemos a quien fichásemos. Domingo tras domingo. Creo que acudía al estadio solo para confirmar su visión trágica de la vida. La verdad es que navegábamos a la deriva por Segunda y la mala racha se prolongaba. Hasta aquel partido inaugural de cierta temporada, mediados los 80 del XX. Nueva directiva, nuevo entrenador, una plantilla equilibrada, dos jugadores por puesto. La cosa pintaba tan distinta que aquella tarde esplendorosa llegamos al descanso ganando nada menos que 4 a 0. Y a un cuadro gallito, recién descendido de Primera. Se nos veía sonreír durante el descanso. Darnos palmaditas. Afloraba la esperanza. Aquel año, sí. Menuda goleada. Pero Don Pésimo era un hombre de principios. Siguió sentado y taciturno aquel cuarto de hora. No dijo nada hasta que los equipos volvieron al campo. Entonces, se irguió y acalló la felicidad reinante con una voz de trueno bíblico, con la voz del Destino: «¡Desengañaos, no tenemos equipo!». Se sentó ceñudo. Aquel año volvimos a Primera y don Pésimo dejó de venir al campo.

Nunca vi desmoralizar a un futbolista como aquella noche. Llamémoslo Dani, digamos que jugaba en el Xerez. Había sido una gran promesa. Los grandes se habían interesado por él. Sonó para la Selección. Pero ahí quedó la cosa. Por entonces, ya pasaba de los 30 y su entrenador lo sacó a calentar cuando quedaban menos de 10 minutos para el final, ya resuelto el partido a nuestro favor, con un 3-0 y dominando. Estiraba Dani en la banda, a tres metros de nosotros, brincaba, esprintaba en carrerillas cortas, todo muy laboral, nada entusiasta. Al rato, mi vecino de asiento se dirigió a él. No le gritó: eligió una voz dulce, compasiva, amigable, casi íntima. Le dijo: «Joder, Dani, lo que es la vida. Ibas pa´ figura y estás de suplente en el Xerez». Dani se detuvo y lo miró en grave silencio. Acabó por jugar los cinco minutos finales del encuentro. No tocó balón.

Por no tocar balón un futbolista vi llorar a un hombre. Habíamos perdido otra vez. En el mercado invernal se fichó a un delantero centro (llamémoslo Montes) con la esperanza de anotar algún gol. Pero pasaban los partidos y ni un chicharro. Ni tirábamos a puerta siquiera. Creo que fue cuando nos ganó en casa el Figueras o el Palamós, quién se acuerda. Al salir del estadio lo vi, de gabardina y echando un lagrimón. Lo conocía lo suficiente como para acercarme a darle consuelo, a asegurarle que no era para tanto, que a lo mejor remontábamos. «Lloro por Montes», me contestó. Y añadió: «Otros fichajes sabemos que son malos, basta verlos jugar. Pero este Montes que fichamos no sabemos si es bueno o es malo: ¡Todavía no lo vi tocar un balón!». Me fijé más en Montes a partir de entonces. Era cierto. Se escabullía de la pelota. En un córner a nuestro favor, lo vi con estos ojos salirse del terreno de juego quizá por miedo a que el balón le rebotase en una de estas en la cabeza.

Menudo follón que estábamos formando en la grada. Alborotadísimos. Nuestro juego era un no juego. Discutíamos a voces. No solo no nos poníamos de acuerdo: es que no callábamos. Que había que abrir a las bandas; que no, que había que bombear balones; que nada de eso, que tocásemos y tocásemos; que nos faltaba garra; que eran unos peseteros y punto€ Aquel anciano venía al fútbol solo. Siempre silencioso. Alguien comentó una vez que había sido árbitro muchos años atrás. En medio de nuestra algarabía desacorde se interpuso su vozarrón firme: «¡Callaos de una puta vez! ¡El fútbol es difícil hasta para los que sabemos!». Nos dejó mudos.