A veces, la solución a un problema se convierte en un problema mayor, pero yo no podía dejar de intentarlo, aun a riesgo de acabar con el sueño que tantos años me había costado alcanzar.

No fue nada fácil formar parte del equipo, tuve que renunciar a muchas cosas por el camino, pero prefería recuperar el tiempo perdido y evitar una vida de sufrimiento junto a la persona incorrecta, un mal marido y, lo que es peor, un mal padre. Y además, quería encontrarte a ti, cuanto antes.

De momento, sólo habíamos logrado teletransportar objetos y pequeños animales, pero no habíamos conseguido traerlos de vuelta y la solución que había que suministrar antes del envío no había sido probada en seres humanos, pero yo, ya estaba muerta y decidida a intentarlo.

No podía contarle mis planes a Willy, mi confidente y compañero, debía evitar hacerlo cómplice de semejante locura y poner en riesgo también su trabajo y eso me hacía sentir muy sola.

Mi plan era volver al pasado, encontrar a mi marido, engendrar a mi hijo cuanto antes, buscarte a ti e iniciar una vida contigo, mi vida, el amor del resto de mis vidas.

Me levanté nerviosa como nunca antes, debía estar en ayunas antes de ingerir la solución y eso hice. Me dirigí al laboratorio, tras el acceso mediante reconocimiento ocular, ingerí el amargo brebaje y, desnuda, me introduje en la cápsula. Ya no había vuelta atrás, paradójicamente.

Viaje al pasado, quince años en apenas unas milésimas de segundo. Debía ocultar la cápsula en un lugar seguro, en ella me esperaba, como una garantía de vuelta, la dosis que debía tomar para regresar al presente.

Estoy trabajando en la universidad como profesora de física. Tú ayudas a tu padre en la tienda de bicicletas y el monstruo es mi compañero de departamento. No encuentro en él ninguno de los encantos que me hicieron atar mi vida a la suya. Me da asco el mero hecho de mirarlo, detesto su voz, su olor, su piel. Tengo que luchar contra esa repulsa y comenzar el acercamiento. El mismo día de mi llegada, lo invito a comer. Él acepta con prepotencia y chulería. No sé cómo alguna vez me pudo hacer gracia semejante estupidez. Tras ese primer almuerzo, a nuestro regreso al departamento, cierra la puerta por dentro y me besa. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para contener las arcadas.

Yo me muero por buscarte y, esa misma tarde me dirijo a la tienda-taller de tu padre. Tu hermana y tu madre están en el mostrador. No te veo, debes estar en la parte posterior, en el taller mecánico. Doy vueltas hasta que sales, sudado y lleno de grasa. Tu madre te advierte que no toques nada. Me dirijo a ti. Por el amor de Dios, si sólo eres un crío, tendrás dieciocho años a lo sumo. No llevas barba, estás rarísimo, tienes ese piercing que te ha dejado una marca de recuerdo junto a la boca, los surcos de tu cara ya asoman y estás tan bueno como de costumbre. Me vuelves loca. Me vuelves realmente loca.

—Quiero comprar una bicicleta.

Tu hermana se dirige hacia nosotros con la intención de atenderme, imagino. La intercepto.

—Está bien, no me importa que me atienda el muchacho, vigilaré que no toque nada.

—Pues si quiere una bicicleta, está en el lugar adecuado, señora.

(¿Señora? Yo te mato.)

—¿Qué me recomiendas?

—Que disfrute.

—¿Y para montar?

Te sonrojas y eso ya sabes lo mucho que me gusta.

Salgo de allí con la compra realizada. Tú mismo me acercarás el pedido a casa. (Suspiros).

Al día siguiente, vuelvo a almorzar con el indeseable, también los días posteriores. Finalmente, tras una semana, mantenemos sexo en el propio departamento. Me deja vacía, como siempre. Lo único que me alivia es pensar que es un mero trámite para hacer realidad a mi hijo.

Una semana, justo el plazo previsto para la entrega de la bicicleta. Me ducho, me visto, me cambio de ropa, de peinado. Pongo música, nuestra canción, me arrepiento, la quito. Cojo un libro, lo vuelvo a dejar y por fin, suena el timbre. Es un tercero sin ascensor. Tú no tienes problema con eso.

—¿Dónde se la dejo, señora?

En mi mente respondo que me la metas hasta el fondo, me da la risa.

—Ahí mismo, junto al equipo de música.

—Así que Extremoduro —dices señalando al CD que acabo de sacar.

—Toma —te acerco una propina que rechazas y por fin te toco. No sé cómo no se va la luz en toda la ciudad. En ese centímetro de piel quedamos conectados para siempre.

—Pues si no quiere nada más, me voy.

Te das la vuelta, te miro el culo, desapareces.

Más sexo con el indeseable. No sé con qué excusa, pero debo volver a la tienda.

—¿Algún problema con la bici?

—No, con lo de disfrutar que me recomendaste.

—Eso también se lo puedo arreglar. Salgo a las nueve.

Le espero con la bicicleta a las nueve. Montamos juntos, acabamos en un parque. Me hablas de tu grupo de música, de tus proyectos, del espacio, de no sé qué documental que has visto, yo no escucho nada de lo que dices, sólo puedo mirar tu boca, tus manos.

—Cállate ya.

Te beso, me besas, nos besamos. Me metes mano en lugares que no sabía ni que existían. Hacemos el amor en el parque, ocultos tras la noche y los setos que hay detrás del que hoy es nuestro banco.

—¿Esto es legal, no?

—Tengo dieciocho, señora.

Seguimos quedando cada noche. Después del almuerzo, sexo con el monstruo. A la noche, amor contigo.

El predictor me confirma que mi hijo está en camino. Pido el traslado y borro de mi vida a mi marido. Es hora de regresar al presente.

La cápsula sigue donde la dejé con la promesa de devolverme a una nueva vida. Me desnudo y noto el amargo brebaje en mi garganta y el corazón fuera del pecho.

Milésimas de segundo me llevan quince años después. Lloro al ver que estoy en la cama, abrazada a ti mientras duermes. Hay fotos nuestras por toda la habitación. Nosotros con nuestras bicicletas, tú con tu guitarra, no reconozco ninguna de las imágenes ni momentos que retratan. Busco la fotografía de un niño que no encuentro. Por momentos me quiero morir. De repente, se abre la puerta del dormitorio.

—¡Bomba va!

Un mocoso cae sobre nosotros en mitad de la cama. Se me abraza ocultando su rostro en mi cuello. Me da miedo mirarlo. Al fin lo hago.

—¡Qué guapo eres, cariño!

—Claro, es igualito a su papi —dices tú desde algún lugar entre el sueño y la vigilia.