En la Villa de los Papiros de Herculano hay algo más que el tiempo detenido y la Historia congelada de Pompeya. Cientos de rollos de papiro fosilizados en una biblioteca ignota imposibles de descifrar. La lava del Vesubio los cubrió sin ignición porque no hay combustión sin oxígeno, como no hay forma de desenrollarlos sin que se desintegren. La Arqueología se sirve de modernas técnicas que se aúnan en un esfuerzo por recuperar la memoria. La tomografía por contraste y la imagen multiespectral se han utilizado para distinguir la pigmentación de la tinta rasgada con el cálamo sobre la textura vegetal. Tal vez en un futuro próximo se pueda extraer todo el conocimiento reunido en aquella biblioteca de una villa frente al mar. Se sabe de su propietario que era seguidor de la doctrina de Epicuro. El más notable de los epicureístas fue Lucrecio. Su obra De rerum natura se transcribió en remotas abadías cistercienses y llegó hasta nosotros en exquisitos hexámetros. Gracias a ello podemos apreciar la virtud romana de la parsimonia, una visión de la naturaleza que se delecta en la energía del universo, desde el átomo hasta los arcanos de la contemplación de cuanto nos rodea.

El concepto jurídico del disfrute es el aprovechamiento de la cosa. El Derecho es la otra cara de la moneda de la Economía. Y la moneda de intercambio son las relaciones humanas. Mas la percepción de los frutos tiene también un contenido filosófico y ontológico. Alcanzar el conocimiento a través de los recovecos de la naturaleza está sólo al alcance de unos pocos sabios que armonizan sus latidos a los ritmos telúricos que hacen vibrar la litosfera y, con ella, el aire que nos envuelve.

El ser humano sólo puede completarse en la colmena que llamamos polis. El ágora es el mercado de las ideas y la palabra donde todo se comparte, desde la idea ocurrente a la más pérfida estulticia. Distinguir la voces de los ecos y el canto polifónico del coro de grillos es un ejercicio de mérito. Hay veces que los acordes disonantes nos aturden y entorpecen. Y nos sentimos abrumados al no poder distinguir el mensaje, la oración o la pauta. La vida transcurre como un fluido incontinente que nos arrastra por rápidos que nos sumergen sin apenas contener la respiración o nos golpean contra la roca impertérrita. Salir a flote se convierte en una proeza. Alcanzar la tabla que nos lleve a un remanso de aguas serenas parece estar al alcance sólo de los supervivientes que no decaen en el ánimo. Es imposible sin compañeros de viaje, pero las más de las veces los encontramos por un cúmulo de casualidades, tal vez el destino inescrutable.

En esa deriva nos cuidaremos de no embarrancar en arenales de fangosas orillas o de quedarnos atrapados en la espesa floresta. Habremos de ayudarnos de expertos remeros y habilidosos timoneles. Es entonces cuando podemos alzarnos sobre la cubierta y descubrir al resto de los tripulantes. Los argonautas deben conocer los secretos del contrapeso y la mesura de la palada que acompasa la corriente o el vigoroso brazo que ciñe la amura. Sin una tripulación coordinada jamás llegaremos incólumes al puerto. Hemos de saber que en la travesía se decide la suerte del viajero. Una aventura sin par es la vida y un vacío infinito sin nadie que la comparta.

Tal vez cambiemos de embarcación, incluso de tripulación. Es largo el viaje a Ítaca y a saber qué nos deparan los dioses. Cuando la noche cubre de sombras el puerto, has de saber que más allá del patíbulo, donde se pierde la línea de cabotaje, sólo tendrás la guía de las estrellas. Como un nuevo Odiseo, el camino de regreso aparecerá nítido en el firmamento. Poseidón es el dueño de los mares, pero es un dios, ¡cuidado con él! avisaba Brassens.

Para Kavafis, el viaje a Ítaca es, no sólo una aventura, sino la plenitud del conocimiento. Lo fue para Ulises, pues buscando el camino de vuelta a casa recorrió las fronteras humanas, las del olvido, las del amor€ hasta los mismos avernos. Enfrentaremos a los monstruos que nos acechan, sean cíclopes o lestrigones; conoceremos la ira de algún dios, el capricho de alguna diosa; decidiremos en las encrucijadas entre Escila y Caribdis y afrontaremos la menor de las inevitables pérdidas. Sufriremos la necedad de la propia tripulación, sobreviviremos al canto de las sirenas y a la fascinación de Circe o de Nausicaa. Y tras conquistar de nuevo el lecho de Penélope al cabo de un de sangre, contemplaremos de nuevo la mar como un puente que nos lleva a lo desconocido y que nos devuelve, a pesar de los naufragios, un poco más sabios, si es que al final aprendimos a conocernos a nosotros mismos y a nuestros compañeros de viaje.