lgunos domingos, por la tarde, quedábamos en 'la casa de los pollos', aunque allí no había más pollos que nosotros. Con las paredes semiempinadas y el suelo sin poner, aquella casa a medias nos parecía un castillo, cerca, muy cerca, de la base militar que ejercía a modo de guardia pretoriana sin serlo. En obras, y una vieja mesa que obraba entre media docena de sillas desvencijadas, cuando no hacía de escaso taller para lograr el milagro de unos malparados ejemplares de aeromodelismo que nunca llegaron a volar, nos esperaban obras y autores no muy bienvenidos (prohibidos, más bien) en aquella época. Jesús Torbado, Maxence Van der Meerch, García Lorca, Hemingway, León Felipe, Miguel Hernández? con sus Fiesta, La máscara de carne, Bodas de sangre, Bon jour, tristesse, etc? Mientras hubiera luz y alguna vela, nos dábamos un festín con aquellas obras que alguien llevaba a escondidas, y buena cuenta de unos libros malditos a los que nuestra voracidad lectora honraba a puerta cerrada, no fuera que algún par de verdes tricornios, fruto de algún chivatazo, husmeara por allí, a pesar de ser 'zona protegida' por algún padre que otro de algún que otro San Luis.

Los Clubs Camping y Fénix, sucesor uno de otro, eran el frágil botijo donde esconder la escasa agua fresca con que calmar la sed. Una más escasa aún, pero prodigiosa, biblioteca' de manoseados libros aportados y deportados. Una multicopista de ciclostil Roneo, con la que editábamos nuestras panfletudas aportaciones liberadoras y nos poníamos de tinta grasa hasta las cejas, y unas fiebres de fabricar cultura, cuyas ganas superaban a los medios, la protección de algunos ángeles de la guarda haciendo lo propio con nuestras frágiles espaldas, y obviando el mosqueo parroquial o del Jefe del Movimiento local? O aquellos teatro/fórums. Un flexo por cada personaje sobre mesa en penumbra, encendido para la entrada, apagado para el mutis, en los semivacíos salones del viejo café de la playa, con un contado auditorio de confianza, a puertas y ventanas selladas?

Los Juegos Florales permitidos y los Certámenes Literarios bajo contínua sospecha, en los que, oculto en el ritual y parafernalia admitida (Reina, Damas, Marcha de Aida o Flor Natural) dábamos rienda semisuelta a cuanto llevábamos dentro y amenazaba con salir por gateras no autorizadas. Había que decir en aquellos textos lo que se quería decir pero de la forma en que se podía decir, ya saben? Un poeta amigo del jurado (Dios lo tenga en su gloria) hacía de cubrecolchas y ángel protector, e ilustre fiador de nuestras ansias libertarias? perdón, literarias, he querido decir. Así, hasta que un certamen se nos fue de las manos, se hizo internacional sin querer serlo, vinieron los gobernadores provinciales, lo secuestraron y lo procesionaron en andas a la Plaza de Armas de la Escuela de Suboficiales del Aire, en todo su esplendor del régimen? y a nosotros nos pusieron de acomodadores de los ilustres asistentes. Nos sacrificamos (nos sacrificaron) gustosos, por la cultura? y para salvar el pellejo, claro. En uno de los últimos, ya de soldado y en la mili, me dejaron salir de estricto uniforme a leer mi opúsculo y recibir mi humilde premio, un escueto Quijote tallado en madera. En el patio del viejo hotel desgrané aquel perdido «Quizá algún día?».

Aquel viejo distribuidor de la murciana Plaza de Santo Domingo, tocayo y amigo mío, viejo socialista cultureta, disponía de todos, o casi todos, los títulos prohibidos por el régimen. Los imprimía Losada, en Argentina, o Kier, en México DF, y los enviaban camuflados entre cubiertas catecísmicas o de Formación del Espíritu Nacional o de autores permitidos? A mis manos de contrabandista de prohibidos libros llegaban ilustres autores crucificados en el Índex, que yo repartía entre una escasa y semitapada clientela de leyentes, más que de clientes. Stephen Zweig, Madariaga, George Orwell, Antonio Machado, Gerardo Diego, Pablo Neruda, Vicente Aleixandre? cabalgaron por estas estepas, anduvieron por oscuras esquinas y se entregaron a manos y mentes ávidas?

Hoy leo que se ha hecho un estudio reciente sobre la media de asistentes a conferencias, con el siguiente resultado: el 90% son mayores de 60 años, el 70% son mujeres, y solo un mísero y miserable 0,5% son menores de 30 años. ¿Qué ha pasado con los jóvenes? ¿dónde están? ¿en qué se encuentran hoy? ¿cuáles son sus apuestas?

«Quizá algún día?». Lo escribí en el cuartel, un jurado me distinguió con algún algo, y lo leí en el viejo patio del viejo hotel de mi pueblo? hace ya más de medio siglo. Pero ese día, aún no ha llegado. Ese mañana todavía no ha existido. Ni sé si llegará a ser? algún día.