Roberto Bettega fue un futbolista italiano que marcó una época en la Juventus de los 70. Jugaba de delantero con el número once y destacaba por su porte elegante. Esbelto y guapo, con el cabello gris peinado hacia atrás parecía un poco fuera de lugar en el campo. Aunque nunca lo vi jugar, era mi futbolista favorito. En la selección era titular indiscutible y solo una grave lesión le impidió coronar su carrera con la copa del mundo. Meses antes de que se disputara el Mundial de 1982, Bettega se rompió la rodilla. Durante meses nos mantuvo en vilo con la esperanza de que se recuperara a tiempo. En alguna crónica de su selección o en un breve en la sección de deportes del periódico, buscaba con ansiedad noticias sobre su recuperación. Todo apuntaba a que podía llegar a tiempo, pero finalmente su única aparición en el Mundial fue en el álbum de cromos de Panini.

Su ausencia, sin embargo, no me hizo desistir de mi apoyo a la selección italiana, donde todavía quedaba Dino Zoff, portero cuarentón, sobrio e impasible que paraba los balones sin necesidad de tirarse al suelo; o ´il bello´ Antognoni, centrocampista de quien se decía que jugaba al fútbol mirando las estrellas, o Antonio Cabrini, a quien yo intentaba imitar desde la discreta posición de lateral en los partidos del instituto€ y tantos otros jugadores que estaban llamados a convertir en leyenda a una selección que, sin embargo, parecía destinada a naufragar en las aguas turbias de un sentido sucio y tramposo del juego y de la vida con el que se la solía identificar y que el reciente escándalo de las apuestas y el amaño de partidos venía a confirmar.

El jugador que acompañaba a Bettega en la delantera había sido apartado del fútbol por la Justicia al ser señalado como uno de los apostadores. Llevaba dos años sin meter un gol. Paolo Rossi, bajito, escuchimizado y a todas luces fuera de forma, sería el delantero centro de Italia porque el seleccionador confiaba en él. Ese era el panorama, que no hizo más que empeorar durante la primera fase en la que no ganó ni uno de los tres partidos.

Lo que ocurrió después lo tenemos todos en la memoria. Podemos verlo otra vez y seguirá siendo inexplicable. Una de esas cosas verdaderas a fuerza de irrealidad, una torre en la bruma, la sustancia gozosa de la vida, que diría Nabokov, los sueños tintineando al borde de la infancia. Un producto de la fantasía, como Bettega. Desde entonces no he vuelto a ver nada más bello en el fútbol.