Según una versión de los hechos que está circulando estos días (a través de una crónica de Enric Juliana), el pasado 26 de octubre, el jueves fatídico, Carles Puigdemont tenía decidido convocar elecciones y aplazar por tiempo indefinido la proclamación de la República Catalana. Incluso tenía redactada la declaración que iba a leer en público. Y más aún, hasta había consultado la declaración con algunas de las personas que le habían aconsejado tomar esa decisión.

Para ir preparando el terreno, filtró su decisión a la prensa, que anunció la convocatoria inminente de elecciones para evitar la aplicación del artículo 155 y la supresión de las instituciones autonómicas. Es decir, que ese jueves, hace una semana, Puigdemont había elegido la opción legal que habría evitado todo lo que ahora ha ocurrido: el encarcelamiento de medio Govern y la huida a Bruselas de la otra mitad, con el mismo Puigdemont a la cabeza. A mediodía, cuando faltaba una hora para que el president compareciera en público, su móvil empezó a recibir tuits. Eran políticos, periodistas, intelectuales, gente que conocía y que de un modo u otro le había asesorado en estos últimos tiempos. Como ya se había difundido la filtración de la convocatoria de elecciones, los tuits eran incendiarios: acusaban a Puigdemont de traidor, de cobarde, de vendido, en una palabra, de botifler (ese curioso vocablo que reúne todos los insultos posibles en la vasta historia de la humanidad y que parece contener el veneno de una serpiente cascabel).

Puigdemont empezó a ponerse nervioso. Los insultos y los comentarios ofensivos arreciaban. Y cuando llegó la hora de comparecer ante la prensa, Puigdemont se echó atrás. Renegó de la decisión que tenía pensada y al final renunció a convocar elecciones. Por la tarde, en el Parlament, en una ceremonia que tenía mucho más de funeral que de celebración gozosa de la libertad por fin alcanzada tras la larga noche de la opresión y de la tiranía, Puigdemont proclamó la nueva República Catalana.

Ahora ya conocemos el resultado de todo aquello. Junqueras y siete exconsellers están en la cárcel; Puigdemont, huido a Bélgica con otros cuatro exconsellers, tiene una orden de detención y de momento está en libertad condicional. En cambio, los tuiteros de su círculo que le insultaron y amenazaron siguen todos en sus casas, igual de excitados y vomitando la misma cantidad de bilis que aquel jueves.

Supongo que el responsable principal de todo esto es el propio Puigdemont, que aquel jueves debería haber demostrado una grandeza humana que no poseía. Si uno se siente llamado a proclamar la independencia de su patria, cueste lo que cueste y sacrificando todo lo que haya que sacrificar (empresas, bancos, empleos), esa persona debería contar con el suficiente auto-control como para desoír los insultos y hacer lo que tenía pensado.

Si eso pasó en esas circunstancias, imaginemos a Puigdemont (o cualquier otro político de similar rango) enfrentándose a un atentado terrorista a gran escala o a una quiebra en cadena de todos los bancos de su país. ¿Qué haría en estos casos? ¿Meterse en un búnker antinuclear? ¿Esconderse en un armario? ¿Gritar pidiendo auxilio desde el balcón? Se supone que un político con tales responsabilidades debería ser capaz de enfrentarse a todos esos acontecimientos con un mínimo de frialdad y de cordura, pero Puigdemont no demostró tenerla. Quizá no sería el único.

De hecho, me pregunto cuántos políticos actuales sabrían comportarse con firmeza ante una amenaza de grandes proporciones. Muy pocos, seguro, o quizá ninguno. Vivimos en un mundo tan seguro que no estamos preparados para enfrentarnos con las contingencias más alarmantes. Y si un político no es capaz de desentenderse de unos cuantos tuits, justo cuando se está jugando pasarse treinta años en la cárcel, es que esa persona no debería haber ocupado jamás un cargo tan importante.

Ahora bien, no creo que Puigdemont sea el único político que habría acabado haciendo una cosa así. Estamos acostumbrados a una vida en la que apenas se nos han planteado retos (retos de verdad, aclaro), y por eso mismo no nos hemos preparado para superar pruebas que nos exijan temple y cordura y carácter.

Esa es la realidad. Hemos desterrado todos los rituales de iniciación y todas las situaciones que nos exigían sacrificio y resistencia. Y en vez de eso, nos hemos criado en un medio cada vez más sobreprotector (en la escuela, en la familia), cosa que nos ha impedido aprender a enfrentarnos con los problemas reales. Cuando no queremos aceptar una opinión o un hecho que no nos gustan, corremos a gritar que nos sentimos ofendidos y disgustados. El victimismo y la irresponsabilidad se expanden cada día. Y nadie parece querer enfrentarse a los retos más importantes que nos plantea la vida. Para ser una persona que ha vivido toda su vida oprimido y pisoteado por una tiranía intolerable, el honorable Puigdemont ha demostrado muy poco aguante a la hora de la verdad.