Llego tarde a todos los sitios desde que tengo uso de razón. El reloj y la hora del móvil adelantados diez minutos no han logrado resultado alguno. Supongo que para que esto cause el efecto deseado te lo ha de modificar otra persona, pero yo siempre he vivido solo.

También llegué tarde a su vida, desgraciadamente.

Ambos teníamos la oficina en el mismo edificio y eso hacía que coincidiésemos en el ascensor cada día.

Recuerdo perfectamente la primera vez que la vi y esto es mucho, dada mi mala memoria. Llevaba la cara de dormida y las sábanas aún marcadas en ella. Lo primero en lo que reparé fue en la alianza que adornaba su dedo anular y ya lo di todo por perdido.

Su olor. También recuerdo su olor. Hay olores que son imán. Eso es ella para mí. Podría reconocer su aroma en cualquier estancia y la decepción es mayúscula cuando lo descubro en cualquier mujer que no es ella.

El ascensor es pequeño y yo suelo cerrar los ojos para respirarla. Ningún otro olor podría solapar el suyo. En más de una ocasión me paso de planta sólo para disfrutarla.

La primera vez que la vi, a ella se le cayó el móvil. «Se te ha caído», le dije y, al agacharnos a un tiempo para recogerlo, nuestras cabezas se encontraron en un sonoro golpe. Ella disipó mi preocupación asegurando que le venía bien aquel golpe para despertarse del todo y que procurara hacerlo cada día. Nos reímos los dos. Dios, su risa. Seguimos coincidiendo, las miradas cómplices, la risa contenida.

—Estoy casada —me dijo.

—¿Mucho? ¿Tanto como para no tomar un café?

Ese día tomamos café como respuesta y aquello se convirtió en algo habitual. Salíamos a almorzar juntos y ese café era el mejor momento del día.

—No puede pasar nada entre nosotros, ¿lo sabes?

—Lo sé —respondí—. Pero define ´nada´ por si acaso.

Y entonces, la besé. Fue un beso de esos que borran todos los anteriores, de esos que ponen a su nombre cualquier beso futuro.

No podía pasar nada, pero estaba pasando todo. Nos dimos el teléfono. Sólo ella podía llamarme, dadas las circunstancias ,y yo me pasaba el día pegado al móvil.

—No quiero que él te toque nunca más —le pedí.

—No puedes pedirme eso y no quiero que vuelvas a hablar de él. No puedo dejarlo y te aseguro que más no lo puedo evitar, no debes preocuparte por eso.

Pero yo no hacía más que preocuparme. Los imaginaba juntos. Imaginaba sus besos distraídos cuando ella se fuese a trabajar o a su regreso a casa. Imaginaba los besos tras una bronca o después de una alegría. A mí esos besos me dolían, aunque ella me asegurase que sólo a mí me quería, que sólo en mí pensaba, que era mi boca la que besaba cada vez.

Yo respetaba nuestro pacto de silencio. Me sentía feliz y triste. Sentía unos celos que no me pertenecían. A veces, me quedaba callado en medio de una conversación y la veía besando a ese hombre sin rostro, lo imaginaba impregnándose de su olor, besándole el cuello como yo, haciéndola gemir como yo. Y me quería morir.

—¿Qué soy yo para ti?

—Eres mi despertador, eres el chico del ascensor y el mejor café del día. Por favor, no me hagas elegir. Yo te quiero a ti. Sólo a ti.

Pero, ¿es el amor suficiente? ¿Puede el amor vivir encerrado en un ascensor, en un corazón? ¿Es amor si duele?

No tengo respuesta, yo sólo quiero vivir para siempre en ese ascensor.