Llegan esos días en los que las grandes superficies y la publicidad nos roban mes y medio de vida para acercar la Navidad a primeros de noviembre. Reconozco que a mí la Navidad me mola. Me trae recuerdos (y realidades) de la familia, me invita a seguir soñando y me devuelve a la infancia. Aún más el 6 de enero, con esa ilusión de ver las caras de mis padres, hermanos, amigos, fardando de lo que los magos de Oriente le han dejado junto a sus zapatos. Como si fuéramos niños. Con las ya tradicionales comidas y/o cenas de empresas, grupos de amigos, grupos de aficiones comunes, familia, etc. los días previos a la llegada de Sus Majestades se convierten en un ir y venir de gente por las calles de la ciudad, con rumbo fijo o sin él. Y eso también me llena de esperanza. Pero no de esa esperanza en que la crisis se haya ido para siempre -no seamos obtusos- o de que parece que la economía de los ciudadanos va a mejor... No me refiero a eso. Me llena de esperanza de que, al menos por unos días, seamos capaces de pensar en el prójimo, en el de al lado, en la de al lado. Que podamos dedicarle, aún siendo una mísera parte de nuestro tiempo, unos minutos a las personas que nos hacen ser quienes somos. Decía una película ñoñeras de la dupla Brando-Depp: «Quiero saber cuáles son tus esperanzas y tus sueños, que se perdieron en el camino mientras yo pensaba en mí mismo»... Una frase brutal! Así que ya ven, a falta aún de mes y medio para las esperadas fiestas navideñas, ya estoy yo con el tole tole de que detenerse un segundo y mirar a quien nos acompaña, puede dibujarnos una sonrisa en la cara envidiable.