En España hay 18,938 países o pueblos, distribuidos en ochomil y pico municipios. Sólo en Burgos hay más de mil. Luego obviamente España, al igual que cualquier otro Estado, es un país de países.

País, como pays en francés o paese en italiano, es un término polisémico. Remite tanto a lo más pequeño, al vinico del país, a la aldea, como al conjunto de la nación.

Y voy al segundo concepto, esquivo y tramposo donde los haya. Al inicio de la revolución francesa se dintinguió entre soberanía nacional y soberanía popular. El debate acerca de cuál era el sujeto de soberanía se fue diluyendo; y pueblo y nación vinieron a usarse casi como sinónimos. Sin embargo, la cosa se enredó hasta límites insospechados cuando comenzó a hablarse de nación cultural. En todo caso, nación remite a las gentes, aux citoyens y a la cosa cultural; antes que al territorio que definían reinos, imperios y derechos dinásticos. Lo que resulta inquietante es cómo el término nación dejó de tener esas connotaciones democráticas iniciales y se convirtió en un peligroso fetiche, casi una pesadilla para la historia europea contemporánea. Y esgrimido habitualmente por los más detestables intereses, vuelve una y otra vez a protagonizar tan tramposo debate.

¿Somos un Estado plurinacional? Claro, todos lo son. En EE UU se distingue nítidamente entre nationality y citizenship. De tal guisa que nada impide a un ciudadano americano de Wisconsin reivindicar su nacionalidad húngara al tiempo que envuelve en barras y estrellas su bonita casa a las afueras de Milwaukee.

El peligro surge al cruzar estos ingenios culturales de borrosos perfiles con la reivindicación de un territorio en exclusiva. La historia, irrespetuosa con lenguas e identidades culturales, situó a cada grupo humano donde le vino en gana. Los hizo compartir espacios y mezclarse. Las gentes van y vienen, y por el camino se entretienen. Que se lo cuenten a los búlgaros, una pueblo originario de Asia central, dicen que medio emparentado con los hunos de Atila, que es primero desplazado hacia el Volga y Mar Negro, donde adopta una lengua eslava, para acabar creando un estado en los Balcanes sobre la antigua Tracia.

Por otra parte, no es sólo la cuestión identitaria y emocional vinculada a una lengua y a un territorio supuéstamente histórico lo que está en juego. Hay identidades étnicas, religiosas y de todo tipo que se cruzan, solapan y combinan en la más absoluta promiscuidad. Resulta que gentes mediterráneas, antaño griegas o bizantinas, hoy hablan turco en Asia Menor. Y uno de Sabadell puede sentirse gitano, catalán, español, medio murciano y periquito a partes desiguales.

Toda esta matraca la expongo para subrayar que hablar de plurinacionalidad o país de países no me emociona especialmente. Tengo claro que soy español, cartagenero de Quitapellejos, murciano y del Atleti. Esto tiene la chicha que le queramos atribuir. Volvemos al asunto de los significantes móviles o vacíos. Significantes que pese a su inicial inocuidad también pueden cargarse de dramática inicuidad. Pero bienvenidos sean si nos sirven para diluir la emotiva irracionalidad de esos pesados fardos identitarios que el poder usa para ocultar los verdaderos debates, los que tienen que ver con derechos ciudadanos, precariedad, corrupción y decencia política.

Importa que solventemos de una vez los asuntos vasco y catalán. Servidor no defiende urbi et orbe el sagrado derecho de autodeterminación de cualquier territorio. Me da mucha grima. Eso tenía sentido en Argelia, la India y demás procesos de descolonización.

Coincido con Rosa Luxemburgo en este tema, se trata de un despropósito, una milonga interesada dentro de la vieja Europa. Ahora bien, si sirve para solucionar el grave problema territorial español, lo aceptaría como un mal menor. De modo que se incorpora la plurinacionalidad a la buchaca, que la futura Constitución les reconozca ese derecho a decidir; y pasamos a lo que verdaderamente nos interesa, a construir una patria decente, inclusiva, donde todos nos sintamos a gusto. Eso sí, no es necesario hacerlo a bombo y platillo, ni con grandes alharacas y pronunciamientos.

Además, el discurso plurinacional ha de aclimatarse a cada territorio. Aquí, con estos calores, hablar de país murciano, lejos de generar hegemonía alguna, puede mover a la sorna, a la follaíca más descarnada. Una risión que pocas simpatías suscitará en Cartagena y parte de Masarrón. Puede haber casi 20.000 países en España, pero en ningún caso diecisiete.

Y es que no podemos volver a servir café para todos. La cafeína a destajo, lejos de solucionar el asunto, elevaría innecesariamente la tensión arterial terrotorial.

Lo razonable sería una estructura federal asimétrica que contentara a vascos y catalanes. Y poco más, que a las gentes de Murcia lo que nos gusta es arrejuntarnos. Muestra de anciana sabiduría política, pues el pequeño suele quedar a merced del grande. Y siempre será preferible decidir con la cuota demográfica que nos corresponda en los asuntos verdaderamente importantes de esa futura España federal, a ser abandonados al espejismo de una falsa soberanía sobre mil y una nimiedades en un mundo donde las decisiones que importan se toman lejos del terruño.