No hay manera, oiga, de vivir Ligas con tranquilidad como madridista. Uno creía que había llegado ese culmen deportivo en el que la inercia de los triunfos conduciría a un periodo de calma y estabilidad, pero de nuevo estaba en una ilusión: los puntos se esfuman en las primeras jornadas, el liderato se aleja y el equipo se ve otra temporada obligado a remar a contracorriente. Tal vez sea un vicio endémico, adquirido en los últimos años, pero no siempre fue así.

La gran diferencia entre el madridista moderno (el que nace y crece, pongamos, en los noventa y el siglo XXI) y el madridista clásico (aquel que vivió los ochenta, setenta e incluso los sesenta) es la forma en que afronta la Liga. El estado de ánimo ha variado de un madridismo plácido, cómodo en su rutina de triunfos, propia de una época en la que el Real disputaba como el equipo hegemónico de la competición nacional (el Madrid ganó 19 Ligas desde 1961 hasta 1990), a un madridismo exaltado, inmerso en una era de sobresaltos, y más habituado a dejar escapar Ligas que a conseguirlas. La irregularidad es la losa contemporánea, aunque a cambio ha gozado de un gen único para las grandes noches. Es un madridista que presenció desastres como los de Tenerife y ridículos como el Alcorconazo, pero también disfrutó de momentos únicos como la Séptima o la Décima y ha sobrevivido (y con éxito) a rivales liderados por Leo Messi (tres Copas de Europas coincidiendo con Messi; no olviden, valórenlo).

Así que, pese a que uno desearía tardes soporíferas de victorias y Ligas ganadas en el salón de casa, los tropiezos ligeros sitúan otra vez al equipo y al hincha en un escenario que todos conocen: el Madrid suele funcionar cuando se le entierra en otoño. Es una realidad inalterable a lo largo de la historia, que saben (y temen) sus rivales: el Real siempre vuelve.