Nadie en la izquierda española debería olvidar el discurso de Paco Frutos, exsecretario general del PCE, el pasado domingo en la manifestación contra el independentismo catalán. Claro que, para eso, haría falta que existiera. Y la autodenominada izquierda española hoy no es más que una impostura, un absurdo fantasmal, una contradicción insuperable, ni izquierda ni española. Y esa ausencia es, sin duda, la gran tara de nuestra democracia: la inexistencia de una fuerza política nacional, que no nacionalista, que luchara por lo que en las democracias modernas constituye el gran objetivo de progreso: la igualdad ante la ley. La garantía efectiva de los derechos individuales. Y de los deberes, por cierto.

En una democracia liberal, en plenitud de libertades, con las necesidades básicas cubiertas, la única nación por la que hay que luchar es por la nación de los ciudadanos libres e iguales. Es decir, por el fin de cualquier privilegio de cuna, sea la raza, el sexo, el lugar de nacimiento, la lengua materna o la historia recontada. Las naciones modernas se construyeron para superar eso. Un verdadero partido de izquierdas tendría que perseguir que la sanidad y la educación volvieran a ser nacionales, por ejemplo, para que a ningún español se le negara asistencia sanitaria o educación en su lengua en cualquier lugar de España, sin menoscabo de las lenguas vernáculas, pero jamás bajo la actuales tiranías monolingües. O para que un vasco y un navarro no dispusieran de una financiación por habitante que casi duplica la de un murciano. Esos deberían ser objetivos irrenunciables de un partido de izquierdas.

Y lo que aquí nos encontramos es unas criaturas deformes, inconcebibles en cualquier otro lugar del mundo, que, diciéndose de izquierdas, acompañan y defienden a toda la carcundia nacionalista, reaccionaria, carlista y neonazi, que sólo busca el mantenimiento de sus ventajas, y el establecimiento de nuevas fronteras que garanticen el predominio de grupos de poder étnicos o lingüísticos. En suma, el racismo identitario que Paco Frutos denunció el domingo para sorpresa del facherío izquierdoso-nazionalista y contento de demócratas.

Por eso, un secretario general de un partido socialista, como Pedro Sánchez, no puede sostener, más que con ridículo absoluto, que aquí hay «al menos cuatro naciones», sin que eso suponga que está defendiendo la existencia de naciones étnico-lingüísticas y, por tanto, legitimando el racismo contra quienes no pertenezcan a esa etnia. Y un partido de izquierdas serio, que no es el caso de la patulea frívola y señorita de Podemos, no puede estar nutrido por un grupo de niñatos en chándal que ven naciones por todas partes, y que me recuerdan mis veinte años, cuando los estudiantes antifranquistas nos dimos cita en 1976 en el Primer Festival de los Pueblos Ibéricos, en el campus de la Autónoma de Madrid, rodeados de policía a caballo, de la de verdad, a reivindicar «la fraternal hermandad de las naciones ibéricas», que parecía aquello la ONU. Y a ver si se ligaba algo, que eran tiempos duros.

La izquierda española murió, y no lo sabe, cuando dejó de dirigirla la generación de Gerardo Iglesias, Anguita y Frutos. Cuando se volvió contra la que había sido su gran aportación a la democracia: la Transición y el régimen del 78, la asunción de la bandera de España como una bandera de unidad y concordia, y de la Constitución como el marco legal que el antifranquismo, el PCE, tanto había buscado. La Semana Santa de 1977 las 'procesiones' de los comunistas españoles (en realidad, en aquel PCE y compañeros de viaje había de todo) para celebrar su legalización se hicieron con banderas españolas, no republicanas. Estaba claro que un país que hacía de la reconciliación y la democracia sus objetivos no podía hacerlo alrededor de dos banderas.

Luego llegó el desvarío, la caída del muro, y la izquierda fue cayendo en la melancolía de su inutilidad, hasta ponerse abiertamente del lado del nacionalismo periférico: las veleidades con la ETA, la complicidad y la formación de gobiernos con miserables como Carod Rovira, y el apoyo al golpe de Estado de los separatistas en Cataluña. Acabo de oír que Garzón, Echenique y Dante Fachín han acompañado a los ex-consejeros de la Generalidad ante los tribunales.

Anclada entre el siglo XIX y la lucha antitaurina, no es ésta la izquierda que la España de hoy requiere. Ni en Cataluña pasa por Iceta, que volverá a hacerlo. Ya lo ha anunciado. Necesitamos una izquierda que quiera reformar la Constitución, sí, pero para todo lo contrario de lo que anuncian: para que por fin seamos iguales ante la Ley y el Estado sea la garantía de esa igualdad, y no el valedor de los privilegios. A ver si se atreven a preguntárnoslo a todos.