Cuánto vale una especie que se extingue? ¿a cómo tendríamos que pagar la hora de trabajo de un pájaro que nos libra de plagas en la agricultura? ¿qué precio le daríamos a un paisaje que aporta un determinado valor turístico? ¿cuánto vale la vegetación que ayuda a depurar el agua que finalmente va al nivel freático?...

La contabilidad normal, la que hacen los Estados, las regiones y hasta las empresas, está incompleta si no se hacen esfuerzos por valorar los servicios ambientales que la naturaleza nos da de forma aparentemente gratuita y si no contabilizamos las externalidades, los impactos, que nuestra actividad genera sobre el entorno.

Apenas ahora está entrando en las contabilidades convencionales el precio del CO2 emitido, a través de un sistema de compra-venta de derechos de emisión. También algunas empresas hacen las cuentas del coste de sus sistemas de gestión ambiental. Pero del resto de cosas, apenas nada de nada.

En la consideración de conjunto, en los grandes números, en los presupuestos generales, en el PIB, en el VAb y en tantos otros indicadores, se ignoran completamente los servicios ambientales que son directamente dependientes del funcionamiento saludable de los ecosistemas. Se contabilizan los ingresos derivados de las acciones que arrancan valor de la naturaleza, pero los costes indirectos que esto genera son sistemáticamente ignorados. La economía académica parece considerar improcedente cualquier concepto de valor que no derive de las preferencias de los agentes económicos tal y como se expresan en las estrictas transacciones del mercado.

En la línea de aclarar estas cuestiones muchos académicos, y algunos ensayos institucionales, están intentando valorar el medio ambiente en un lenguaje compatible con el de la economía estándar, trasformando los servicios que nos ofrece el entorno en formas medibles en las contabilidades. El problema es saber cómo, y desde luego no seré yo quien tenga la clave. Lo que sí tengo claro es que los economistas y los ambientalistas que trabajan en este tipo de cosas están aportando fórmulas y más fórmulas, tan meritorias como perdidas entre montañas de tesis doctorales, que merecen la máxima atención. Y también que hay que animar a ministros y consejeros de Economía, a los servicios de estudios de los bancos y a los grandes jefes del FMI y el Banco Mundial, a que empiecen a hacer propuestas y terminen dando parámetros claros para que sean generalizadamente tenidos en cuenta.

Siempre que pienso en estas cosas (que tampoco es de a diario, no se me asusten) recuerdo una cosa parecida a estas reflexiones ambientales que escuché hace tiempo a un profesor de un máster. Un accidente de tráfico pone en marcha grúas, mecánicos, seguros, gasto farmacéutico y arreglos de carretera que tienen como efecto inmediato que aumente el PIB español. Si el accidente conlleva muertos, añádase al PIB el gasto en funeraria. ¿Eso es un buen indicador? ¿no da un poco de grima? ¿qué especie de tragicomedia esconden los números que, en lo humano y lo ambiental, no tienen en cuenta los asuntos realmente trascendentes?